A juzgar por la expresión de arrobamiento del presidente venezolano al saludar al máximo representante del “imperio” en Trinidad, uno tiene la impresión de que jamás su olfato detectó el azufre que apenas hace meses parecía sofocarlo. Sustancialmente, las cosas no han cambiado. En el imperio, no por alternar caras, razas -humanas o animales (ahora hay otro perro, siempre tiene que haber uno)- en el inquilinato, las cosas cambian en lo fundamental. Por eso es imperio. A EEUU ya no le interesaba mantener Guantánamo, así que no es un acto de coraje revolucionario eliminar esa base. Hay otros asuntos que marcarían de veras un giro político, el bloqueo, por ejemplo, y esos se mantienen invariables hasta tanto Cuba ofrezca las señales esperadas. El imperio no chilla, pone condiciones.
Mientras tengamos petróleo que vender y el imperio lo compre, desde acá denunciarán el olor a azufre pero sobre esos dólares se mantendrá el reino del Mefistófeles criollo. No obstante, no “resetearán” nada hasta tanto de acá para allá llegue el tufito a fascismo que desprende este régimen. Manejar la Justicia desde Miraflores, enviar turbas a hostigar opositores, amenazar la propiedad privada, cerrar medios independientes, y desconocer la voluntad popular, son códigos que encienden las alarmas por aquellos lados. Cargarse la Constitución envía efluvios de pachulí hacia el Norte.
Leyendo al gran Giovanni Papini, uno se entrena para ser capaz de diferenciar entre tufos, digamos, para no cometer la imbecilidad de tachar de hediondo a quien luego se esmoñará por sobar. Reflexionando acerca de la necesidad del Diablo, nos cuenta que, si bien Satanás es el gran apóstol y cómplice del pecado, también hay ciertas formas de él que resultarían hasta convenientes. Sin la concupiscencia carnal se interrumpiría la aparición de almas sobre la tierra. Sin un mínimo de lujuria no nacerían vírgenes ni santos. Sin la ira no se cumpliría la justicia. La avaricia, el más sórdido de los pecados, contribuye al ahorro y a la prosperidad de los pueblos. Si no tuviéramos que pelear con el Demonio y sus tentaciones, jamás lograríamos verdadero merecimiento ante Dios. Sin duda, una de las paradojas más dramáticas del Cristianismo.
Y aquí viene lo genial de su desarrollo: “La auténtica malignidad del Diablo consiste, más que en el sugerir pecados, en querer agigantarlos, en el incitar sus excesos”. Volviendo a lo nuestro, es muy difícil que amemos a un gobierno, pero sí podemos detestar a unos menos que a otros. Hay gobiernos en los que se coloca alguna dosis de fe. Y existen otros a los que solamente se les teme. Se le teme al que genera desasosiego económico, desconfianza en los poderes públicos, división entre los ciudadanos. La expresión desordenada del descontento que producen termina por convertirse en deseo de cambio. Puede ser pacífico o violento, pero termina ocurriendo el cambio.
Los tumultos, protestas y destrozos nos están indicando que Venezuela no está sana y lo más grave es que nos gobierna la insania. Hablar claro es ya una manera de actuar porque sacude las conciencias: quien nos gobierna incita a los excesos, agiganta la potencialidad destructiva. Callar es cooperar. Hay un estado de ánimo instigado por la infelicidad popular que favorece pavorosamente la prédica contra el rey y sus virreyes. Es una falsa pista buscar el mal en medios, empresa e Iglesia. Puede ser fatal no distinguir entre los matices del azufre.-
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