Con Chávez, Venezuela continuará siendo un país irreconciliable. En sus 10
años de mandato, el caudillo no ha hecho otra cosa que sembrar odio sobre
una tierra abonada por los resentimientos sociales donde los ciudadanos
estamos permanentemente enfrentados a enemigos internos y externos que nos
dejan exhaustos. Hay impotencia, cansancio y sobre todo indignación que no
es lo mismo que miedo. La protesta, con su imprescindible caja de resonancia
que es la prensa, está siendo criminalizada y silenciada; los que se atreven
a manifestar y reclamar por sus derechos son salvajemente agredidos y
pateados por grupos paraoficialistas que permanentemente muestran su feroz y
violenta cara en las calles, ensañándose contra periodistas, como paso con
los de Últimas Noticias. Otra de las modalidades predilectas del régimen es
apresar a todo aquel que se atreva a manifestar y enviarlo a cárceles de
alta peligrosidad, como en el caso de los 11 trabajadores de la Alcaldía
Metropolitana, que no hacían otra cosa que defender sus fuentes de trabajo y
ahora engrosan la lista de presos políticos. Cualquiera que tenga
participación activa en eventos políticos puede ser responsabilizado de
generar violencia contra la policía, como hicieron con el prefecto de
Caracas, Richard Blanco, que ha sido privado de su libertad.
Aquí no se salva nadie y ya sabemos que a los empresarios que no simpaticen
con el proceso, ni hacen negocios con los hombres del gobierno, les esperan
invasiones, confiscaciones o la expropiación de sus medios de producción.
Todo eso sucede porque en el país la Constitución no está en vigencia; lo
único que cuenta son las prácticas políticas y judiciales que la
arbitrariedad del poder único impone. El simple hecho de discrepar convierte
a los ciudadanos de a pie, a los dirigentes políticos verdaderamente
combativos y son pocos los que no favorecen al régimen chavista prestándose
a enfriar a la calle y pasando datos al Gobierno sobre la estrategia
opositora, esos hombres con guáramo son perseguidos y obligados a pasar a la
clandestinidad, que es uno de los objetivos del Gobierno: desarticularlos y
ponerlos fuera de circulación, como en el caso del dirigente de Alianza
Bravo Pueblo, Oscar Pérez, al que conviene desaparecer por su demostrada
efectividad en las movilizaciones de calle. Quieren que permanezca invisible
porque estorba demasiado.
Otros son arrinconados y amenazados con la cárcel, declarados como objetivos
políticos y militares, considerados enemigos, conspiradores, como el alcalde
metropolitano, Antonio Ledezma, o el gobernador del Táchira, César Pérez
Vivas, hombres recios, de comprobados principios y valores democráticos, a
quienes el mismo presidente Chávez les anunció prisión y ordenó abrir
antejuicios de mérito. Chávez ha construido su Estado personal sobre las
bases del odio, la confrontación y la creciente criminalidad. Además, maneja
el petróleo como un arma estratégica y de chantaje para ser aceptado y
temido en la comunidad internacional, por eso no escucharemos una
declaración sobre la violación de los derechos humanos por parte de la
Organización de Estados Americanos, ni por la Unión Europea, que continúan
hipnotizados por el impresentable autócrata militar y no les importa
abandonarnos a la triste suerte que ha padecido el pueblo cubano durante 50
años. En esta lucha, los venezolanos estamos profundamente solos. No hay que
esperar por los organismos internacionales ni por los gobiernos cómplices,
dispuestos a blanquear a cambio de petróleo cualquier crimen contra la
democracia. La protesta y la movilización es lo único que desestabiliza a
una dictadura. Después de la represión viene la caída.
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