Son tantos los dolores que nos ha proferido una década de gobierno de
Chávez que inventariarlos es tomarle el pulso a un proyecto de destrucción
nacional. Entre ellos, me afecta especialmente lo deshecho en Guayana, pues
lo hecho allí a partir de 1946, en algún sentido, es motivo de orgullo para
la venezolanidad. Si alguna vez la frase de Uslar Pietri, "Sembrar el
petróleo", halló un camino, fue en la Guayana hidroeléctrica.
Allí, el Estado venezolano se propuso utilizar la fuerza del Caroní para
convertirla en energía y lo logró. No sólo la Central Hidroeléctrica Raúl
Leoni, sino las otras de menor tamaño que se alimentan del río, son fuente
de energía no petrolera. A su vez, aprovechando esta energía y los recursos
minerales se instalaron las industrias del hierro y el aluminio. En este
proceso, el general Rafael Alfonzo Ravard fue fundamental, pues siendo un
joven oficial del Ejército, el primer gobierno de Rómulo Betancourt le
encargó los primeros estudios de factibilidad para encauzar la fuerza de
Caroní y, desde entonces, y hasta su asunción de la Presidencia de Pdvsa, en
1976, estuvo al frente del desarrollo de la zona. Presidió la Corporación
Venezolana de Guayana, creada por Betancourt en 1960, precisamente para
coordinar el norte de convertir el dinero proveniente del petróleo en
industrias alternativas y productivas.
El otro personaje de enorme importancia en esta historia venezolanísima fue
Leopoldo Sucre Figarella, un tumeremeño que no soltó las riendas del
desarrollo de la zona y continuó el trabajo iniciado por otros, con una
febril voluntad de trabajo. La República tuvo entonces la fortuna de la
continuidad administrativa y técnica en estos dos venezolanos de excepción,
y en un equipo de profesionales que sería imposible nombrar en tan poco
espacio.
No obstante lo dicho, está claro que algo en el modelo no funcionó desde un
comienzo, pues mientras las empresas estuvieron administradas por el Estado
arrojaron pérdidas y fueron un peso muerto para el Fisco Nacional, agobiadas
por un descontrol en los costos.
Sólo cuando fueron privatizadas dieron ganancias, como es el caso de Sidor
durante los años recientes en que fue dirigida con criterios de
productividad. Pero esta constatación no invalida lo emprendido, sino que
demuestra que se puede corregir el rumbo.
El deterioro de Guayana se ha profundizado hasta la postración en años
recientes. Los errores son ingentes: desde el Gobierno se ha atacado al
movimiento sindical natural, creando otros paralelos en conflicto; se han
nacionalizado empresas y al hacerlo, en apenas seis meses, comenzaron a
producir pérdidas, como es natural cuando se administra con criterios
políticos y no empresariales, sin atender a la urgencia sustancial de toda
industria: producir.
La cifra de dirigentes sindicales asesinados por el sicariato, fruto de la
pugna por los puestos de trabajo, alcanza 117, mientras la justicia brilla
por su ausencia. Esta mortandad es reciente y debe guardar relación con la
fractura del movimiento sindical propiciada desde el poder central como
pieza de un proyecto político. El desempleo en la zona se acerca a 24%,
según cifras autorizadas. La totalidad de las industrias trabaja a menos de
su capacidad y el futuro habrá que verlo con esperanzas porque el presente
no puede estar peor.
¿Por qué tantos errores y tanta insensatez? ¿Por qué no aprender de las
experiencias e insistir en fórmulas imposibles? ¿Por qué puede alguien
abrazar ideas fracasadas y desconocer las que son efectivas? ¿De dónde surge
tanta necedad? ¿Dónde se formaron estos hombres que nos gobiernan?
Rafael Arráiz Lucca
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