2/12/09

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El proceso de materialización de cualquier ideal se llama corrupción. Se inicia justificando los medios para alcanzar el fin —que es lo modélico— y se consolida evitando la anarquía —que es la inocencia—, es decir, restaurando el orden. Siempre que se pretende que se restaura el orden, lo que se restaura es la corrupción. La corrupción degrada el modelo ideal al nivel de aquél al que pretende sustituir, lo que lo convierte en superfluo. Porque, entre corrupción, todo ideal que pretenda sustituir a otro vigente pronto transige, se acomoda y se pudre.

Los ideales, en su proceso de realización, se materializan en hechos económicos. Ante el peculio, el vientre del corruptible suplanta a su corazón y toda inteligencia abandona a éste último y se pone al servicio del primero. La idiocia al servicio del vientre produce servidumbre voluntaria; la inteligencia al servicio del vientre, traición. El corrupto, en su carrera para la consecución del poder, antepone sus fines particulares a la realización de cualquier ideal. Para ello orquesta camarillas, maquina estrategias y amaga con peligros imaginarios.

Como la corrupción es monopolio del poder y sus servidores, quien sabe corromper hace carrera. Si bien para conseguir el poder conviene la adulación, para consolidarlo conviene la corrupción sistemática de toda oposición presente o futura. Cuando la oposición —efectiva o potencial— es incorruptible, debe ser aislada y destruida. Proceden entonces la insidia, el enfrentamiento con ventaja y la división para minar sus fundamentos mediante promesas de medro a sus componentes más débiles. Más tarde vendrá el momento de cortar cabezas.

Como nadie es más incorrupto que el que medita sobre el bien y el mal y comunica sus pensamientos con rigor semántico, como nadie es más insumiso que el que desprecia la palabrería —siendo ésta la fuente de todo poder—, juzga el corrupto que el incorruptible delira disparates y debe ser apartado de la sociedad, porque su reino no es de este mundo. El corrupto concluye que no importa el pensador, sino sus intérpretes y ejecutores; como no importan los dioses, sino sus profetas.




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Alberto Rodríguez Barrera

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