La política en Venezuela comenzó a agonizar cuando los partidos políticos derivaron en demagógicas agencias clientelares financiadas por el ingreso petrolero. La administración pública se convirtió en recipiente de multitud de fichas partidistas, ineficientes y mediocres en su gran mayoría, cuyo propósito era garantizar con sus votos la permanencia del partido en el gobierno.
Los sindicatos olvidaron sus funciones primigenias para dedicarse a preservar, al servicio del partido, la masa laboral en las grandes empresas del estado, mediante dádivas irresponsables, y excluyentes, porque todo lo que beneficie a un solo sector de la población es privilegio.
Los empresarios se alejaron de su misión sustantiva de impulsar el desarrollo económico sustentable del país, y conformaron un organismo parasitario desarticulado de las realidades económicas y financieras del mundo globalizado, protegido por obscenos privilegios arancelarios que atentaban contra el interés general.
Toda la sociedad se “gobiernizó”, de donde surgió el bipartidismo, que no fue el resultado de una acción política consciente, como es el caso de los republicanos y demócratas en los Estados Unidos, sino de la laxitud de la política vencida por la demagogia. Los tiempos heroicos de la política, en los cuales los distintos candidatos iban de pueblo en pueblo exponiendo sus ideas y convenciendo de las bondades de su propuesta económica y social, fueron desapareciendo paulatinamente en la medida en la que iban insurgiendo mediocridades ambiciosas transmutadas en hombres de poder.
Y así, el discurso orientador y principista fue sustituido por la descalificación del adversario, la campaña de “imagen” diseñada en el exterior, el “slogan” rimado fijado en la mente de los débiles a fuerza de repetición, y el derroche irresponsable en vallas y cuñas publicitarias, atrayendo a las masas ignorantes, formadas a propósito, con estruendosas orgías de aguardiente y prostitución, en un “todo se vale con tal de vencer”.
El “convencer” de la política quedó relegado ante el pragmatismo del “vencer”. Por ese callejón infame se introdujo el golpista Hugo Chávez, que no es ningún político, como insisten en llamarlo algunos analistas, sino un hombre de poder con un saco de dinero petrolero en una mano y un garrote vil en la otra.
Los hombres de poder pervirtieron la política
La política agoniza entre las dos amenazas más perversas de la democracia, los burócratas profesionales y los hombres de poder.
Los primeros solo pueden existir en el gobierno. Regularmente mediocres, incapaces de logros en la vida civil, tienen al gobierno como fuente inagotable de recursos. Es su hacienda personal. Viven en un eterno tobogán. Un ratico arriba, todo prepotencia, y un ratico abajo, como conejos. Para ellos la política solo significa cargos públicos, que el pueblo ha bautizado como “cambur”. Usted los observa durante los períodos electorales actuando con una efervescencia inusitada, pero si pierden desaparecen tragados por el despecho. Y si ganan, adiós pueblo. Para los burócratas la elección directa de alcaldes y gobernadores les abrió una puerta fantástica para sus apetencias y las de los busca puestos de segundo grado.
Los segundos, los más peligrosos, sufren de una enfermedad mental incurable. El poder los enloquece. Son capaces de todo por obtenerlo y preservarlo. Hasta el crimen es su aliado. América Latina ha sufrido los embates de estos especimenes atrabiliarios, enloquecidos y delirantes durante siglos. En ambos casos lo intereses personales privan sobre los colectivos.
La reincidencia de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera en la presidencia de la república, los incluye en esta larga lista de posesos. Sus reelecciones, obtenidas, en el caso de Caldera, hasta con la ruptura con su partido, fueron funestas para la democracia. Les cerraron el paso a jóvenes valores, demócratas y formados para la gerencia pública, que pudieron cambiar el rumbo de nuestra historia, para realizar unas gestiones mediocres, signadas por la corrupción y el escándalo y sin el menor sentido de la realidad, con el agravante, en el caso de Caldera, de que al descriminalizar los golpes de estado del 92, les abrió el camino a los golpistas para que se apoderaran del país y se lo entregaran a los intereses castro-comunistas del continente. Fueron los verdaderos enterradores de la democracia, aunque, paradójicamente, en el caso de Carlos Andrés Pérez dio muestras más que evidentes de su amplio sentido democrático.
Rómulo Betancourt, a pesar de parecerlo, no fue un hombre de poder. Estaba decididamente en contra de la reelección, que se incluyó en la Constitución del 61 contra su voluntad. Creó y fortaleció un partido político netamente venezolano, que Carlos Andrés Pérez posteriormente convirtió en social demócrata, para la lucha por el ideal político de una Venezuela libre y de los venezolanos. Ese partido tuvo como misión inicial, aunque sus líderes fueron formados en esa ideología, desplazar al comunismo que había desatado una campaña organizada de captación política entre el estudiantado y los sindicatos cuyas células, muy reducidas, todavía perviven después de cincuenta años.
Tampoco fueron hombres de poder ni Raúl Leoni ni Jaime Lusinchi ni Luis Herrera Campins. Fueron políticos partidistas formados en la lucha contra la dictadura y, por ello, demócratas convencidos, aunque algunas perversiones puntuales pretendan desmentirlo.
La política como necesidad
La agonía actual de la política se evidencia, además de con la militarización vulgar del estamento público, con la cantidad de individuos que las circunstancias de un momento histórico colocó al frente de una causa política, que aspira cobrar esa casualidad de estar allí, con la certificación institucional adecuada, en el momento preciso.
Y así vemos empresarios que abandonan su gremio “para dedicarse a la política”, esto traducido en “búsqueda del poder”. Jefes sindicales disputándose entre sí imaginarias candidaturas a la presidencia de la república. Jóvenes con prisa y desperados por su “liderazgo”. Y no sé cuantos payasos y maromeros auto elegidos guías de la sociedad. Y la política, salvo ejercida discretamente por algún lúcido disidente que la mantiene en estado basal, brilla por su ausencia. Y el pueblo, acostumbrado a la limosna permutada por su conciencia, sigue la música del flautista que lo lleva al abismo de la desesperanza con el billete lujurioso en una mano y el garrote vil en la otra. A cambio del consabido plato de lentejas, en este caso duras y con gorgojo, entregan sus únicas posibilidades de libertad.
Son demasiados años de podredumbre ética, de ignorancia cuidadosamente cultivada, de desidia y abandono, para que la conciencia pudiera sobrevivir. Solo la política puede rescatarla. Solo los hombres convencidos de que el poder es un medio y no un fin, de que un pueblo ilustrado y pensante es el instrumento del progreso nacional por el desarrollo de sus individuos, y, sobre todo, capaz de enrostrarle la verdad a cada hombre y a cada mujer de esta nación para sacudirlos con la contundencia de la realidad, podrán revertir el viscoso proceso autoritario que Hugo Chávez encarna para escarnio mundial del gentilicio.
La política contra el autoritarismo
Me preocupa, como venezolano y como ciudadano del mundo, que el discurso opositor a Hugo Chávez trate de parecerse, forzadamente, al discurso del déspota y la búsqueda desperada de un líder que se parezca a Chávez “pero distinto”. Porque piensan los “líderes” opositores que eso es lo que quieren las masas y por lo tanto las “enamorarán” ofreciéndoles lo mismo que Chávez les da a cambio de su dignidad, pero edulcorado.
Olvidan que a Chávez no lo eligió el pueblo sino que lo llevó a la posición de que fuera elegido por el pueblo el dinero de los plutócratas, los medios que satanizaron a los partidos, los líderes que les cerraron el paso a las nuevas generaciones y una clase media esponjosa que se enamoró del machismo que Chávez representa.
La única manera de vencer el autoritarismo militarista que se coló por los intersticios de la democracia, a plena luz y ante la estúpida pasividad de los líderes históricos, es volver a las entrañas del pueblo a conocer de viva voz sus angustias. A enseñarlo y formarlo para vivir en libertad. A convencerlo de que en sus propias manos está su desarrollo. A mirar con desconfianza todo aquello que se le brinde a cambio de su incondicionalidad. A luchar contra su emotivismo para enseñarlo a usar inteligentemente el recurso político de su soberanía.
Mejor dicho, para adiestrarlo en “hacer política”, que como dijera Hobbes, es “construir mundos nuevos para el hombre”, porque, como la historia nos enseña, el pueblo reducido a escalera simplona, encumbrando a unos y a otros, siempre, siempre pierde.
Nueva definición de la política
En estos países nuevos las definiciones suelen agarrarse por los cuernos. Como en filosofía se define la política como “arte de gobernar”, entonces todo el que piensa en “política” la asocia directamente y sin atenuantes con el poder. La política derivó en el simplismo ramplón de “búsqueda del poder”. Así, Chávez es “político” porque buscó el poder en democracia con unos tanques de guerra.
Absurdos del teatro del absurdo que degradó en la más abyecta demagogia. Como para mí la filosofía es visión razonada del objetivo real, y como el objetivo real de la política es la concreción del bienestar del pueblo por la vía democrática, no hay otra vía, infiero que la política es el arte de ilustrar al pueblo, para que ejerza a conciencia plena su soberanía. Esto nada tiene que ver con la estupidez autocrática ceresoliana de “lider, ejército, pueblo”.
Un pueblo ilustrado no es susceptible de manipulación. Por lo tanto, si la política reside en la base del pueblo, si es el pueblo el político, el autentico cuarto poder, serán las organizaciones políticas que tengan viables proyectos económicos dirigidos al bienestar de todos por igual, en democracia, las que busquen el poder que ese pueblo otorga con su absoluta claridad política. Porque, señores, en la actualidad democrática del mundo al que pertenecemos, y sobre todo en estos pobres países subalternos, el poder es administrativo, económico y financiero. Y necesitamos líderes duchos en esas materias.
Es la economía lo que resuelve los problemas de la pobreza. Es la economía la que resuelve la exclusión. Es la economía la que debe dar un paso al frente y asumir su rol ante la sociedad. Pero es la política la que le imprime la voluntad a la economía para que ejerza esa función. Y si es el pueblo en general el que ejerce la política, sus delegados a los cargos de elección popular inteligente, tendrán, porque sí, que asumir la economía como factor determinante del desarrollo de los individuos que integran a ese pueblo, para que, en su conjunto, progrese.
En síntesis
La política, como arte de ilustrar al pueblo para el ejercicio consciente de su soberanía, tendrá como resultado que será ese pueblo el que escoja sus representantes a ser electos democráticamente, y no al contrario, como ocurre hoy, que cualquier maromero se “elige” candidato y a realazo o a demagogia limpia escoge al pueblo para que vote por él.
Me imagino las asambleas populares, penetradas por su conciencia civil, a lo largo y ancho del país, presentando a los designados sus necesidades específicas y exigiéndoles proyectos de realización efectiva, despojados de retórica demagógica y de inútiles buenas intenciones, para posteriormente evaluar cada respuesta y elegir en consecuencia.
Los partidos cumplirán entonces su función organizativa de generar con las mejores mentes los programas destinados a optimizar la calidad de vida de los pueblos, y lo más importante, su liderazgo será nacional en la medida en que se fortalezca en la base municipal. Ese día resurgirá la política.
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