Entre la segunda mitad del siglo XIX y la caída del llamado Muro de la Ignominia (noviembre de 1989) el lenguaje apocalíptico ensordeció al mundo. Refiriéndose a los soviéticos y por extensión a todas las autocracias militares, Arnold Toynbee les atribuyó una variante también apocalíptica, la manía o psicología del sitiado: ``Una ciudadanía movilizada permanentemente en campañas, batallas, victorias''. Y --me permito agregar-- con promesas heroicas sospechosamente abundantes: ¡el año de la victoria final!, o ¡el año del colapso definitivo del imperialismo! Las fechas arriba indicadas son convencionales porque a voluntad pueden extenderse en el tiempo. Toynbee las remontaba a la era de Licurgo.
Cualquiera comprende lo que quieren solapar estas movilizaciones, tan idóneas para arrollar las dudas con el estrépito de las consignas. Pero dado que fue el socialismo real el que vivió en fecha cierta su hecatombe, el lenguaje de todo el diapasón político devino --más allá de razones o sinrazones-- sereno y argumentativo.
No obstante, por lo menos dos líderes siguen atados a aquel estilo estridente, removiendo escombros y actualizando temas que estaban ya en el museo de antigüedades, junto a la rueca y el cuchillo de obsidiana.
Uno es Fidel. Volvió o lo hicieron volver a la palestra envuelto en visiones desconectadas incluso del paisaje cubano. Fidel no se retrata con Raúl, va a la Plaza Martí cuando aquel guarda silencio en Santa Clara, no menciona para nada los angustiosos temas de la reforma y los presos, que ocupan las horas del otro. ¿Cómo suplir, aplacar o solapar el complejísimo esfuerzo de realismo que exhiben los interesados en un cambio? ¿De qué otra manera sino volviendo al apocalipsis? Fidel sólo habla de la inminente catástrofe nuclear, y lo seguirá haciendo hasta regresar a su lecho de enfermo como una estrella nova, de luz y sombra instantáneas.
Para que su prédica no fuera como el chascarrillo de ``hoy no fío, mañana sí'', se atrevió a pronosticar que el mundo estallaría bajo envenenadas nubes atómicas antes de que culminaran los cuartos de final del mundial de fútbol. Llegaron y pasaron los cuartos de final, la semifinal y la final y nada, el mundo siguió sumergido en sus problemas habituales. ¿Creerán ustedes que --si no guardó silencio, cosa imposible-- el hombre cambió de discurso? Para nada. Fidel sigue con su tema y lo notable es la ausencia de corifeos. Todavía caminan con él, pero se cuidan de repetirlo.
El otro es Chávez, cuyo historial apocalíptico es de larga data. Ha denunciado magnicidios y golpes en su contra tantas veces como invasiones de yanquis, colombianos y hasta holandeses. Pero lo último es la nueva guerra con Colombia, justamente mientras el escándalo de los alimentos podridos pica y se extiende. Otros lo relacionan con asuntos que le arrebataron el sueño, tales como la delincuencia, el crecimiento menos cero, la inflación más alta de las tres Américas y, en lugar prominente, las elecciones de septiembre, que lo castigarán con votos, no con balas.
La guerra será ``defensiva''. La desatarán dos demonios: Uribe y Obama. Chávez aprovecharía para cargarse a los apátridas mientras ``con una lágrima en el corazón'' adelanta sus preparativos bélicos. Del otro lado, sorna y silencio. En medio de la indiferencia general, Chávez hizo vibrar los tambores de la guerra y anunció un alerta amarilla para la suspensión inmediata del envío de petróleo al imperio. Un suicidio que por supuesto no cometerá. ``Alerta amarilla'' repitió Rafael Ramírez, el de los alimentos descompuestos. ¿Pero cuándo reventará la trágica conflagración? Pues hombre, antes del día de la toma de posesión de Santos.
La hora cero, pues, es hoy sábado 7 de agosto. ¡Todos a sus trincheras y refugios!
Nota de TRIBUNA LIBERTARIA.-
Como respuesta a los desafueros verbales del Régimen de Venezuela transcribimos parte del discurso del presidente Santos que da respuesta a este tópico.-
"Queremos vivir en paz con todos nuestros vecinos.
Los respetaremos para que nos respeten.
Entendemos que sobre las diferencias ideológicas se impone el destino compartido de hermanos de historia y de sangre; que nos unen propósitos comunes para trabajar por nuestra gente y por nuestra región.
Y no debería ser necesario decirlo, pero a veces hay que subrayar lo sobreentendido: Así como no reconozco enemigos en la política nacional, tampoco lo hago en ningún gobierno extranjero.
La palabra guerra no está en mi diccionario cuando pienso en las relaciones de Colombia con sus vecinos o con cualquier nación del planeta.
Quien diga que quiere la guerra se ve que no ha tenido nunca la responsabilidad de enviar soldados a una guerra de verdad.
Yo he tenido esa responsabilidad; yo he enviado a nuestros soldados, infantes de marina y policías a combatir el terrorismo; yo he consolado a sus viudas y a sus huérfanos, y sé lo doloroso que es esto.
Por eso quiero ser muy claro en este punto tan delicado.
Porque, antes que soldado, he sido diplomático.
Me enorgullece haber sido el arquitecto, en la década de los noventa, como Ministro de Comercio Exterior, de la integración con Venezuela, con Ecuador y con muchos otros países del mundo; una integración que generó cientos de miles de empleos que trajeron prosperidad y bienestar a nuestros pueblos Uno de mis propósitos fundamentales como Presidente será reconstruir las relaciones con Venezuela y Ecuador, restablecer la confianza, y privilegiar la diplomacia y la prudencia.
Les agradezco a tantas personas de buenísima voluntad que se han ofrecido a mediar en la situación con Venezuela, pero debo decir honestamente que, dadas las circunstancias y mi forma de ser, prefiero el diálogo franco y directo.
Y ojalá sea lo más pronto posible".
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