Alberto Rodríguez Barrera
ANTECEDENTES TERRORISTAS DEL CASTRO-COMUNISMO
(Valor permanente y pedagógico de una política interna venezolanista)
Era una constante histórica en América Latina la de conceptuar al Gobierno de las Repúblicas como botín de audaces. De allí que el golpe de Estado y el acceso al poder mediante la asonada hubiesen sido hechos habituales en la vasta región americana de raíz hispánica. La mala herencia del pronunciamiento militarista español se aprecia como un factor de importancia en este fenómeno.
Pero en el específico caso venezolano, después del auge petrolero, el madrugonazo para llegar a Miraflores por el atajo del golpe de Estado y no por la vía ancha del sufragio libre tiene una explicación fácil de descubrir y señalar. El fisco venezolano es rico y las oportunidades de enriquecimiento ilícito tentadoras para quien gobierne sin sujeción a leyes y al margen de la vigilancia de una opinión pública asfixiada por el rigor de todas las formas de censura. Y es por ello que resulta fácil comprender por qué durante el gobierno de Rómulo Betancourt hubo varios intentos de aventureros de toda laya para asaltar el poder –no obstante ser tan limpio y legítimo su origen- por medio de la asonada cuartelaria. Fallidos resultaron sus empeños porque frente a ellos actuó con energía un gobierno que no se dejaba derrocar; un pueblo que lo respaldaba, y unas Fuerzas Armadas leales, no un hombre con mesiánicos arrestos de caudillo, sino un régimen legítimamente constituido que obedecía a la Constitución y a las leyes de la República.
Las asonadas de cuartel surgidas en este lapso constitucional fueron fáciles de aislar y de dominar. Mayor dificultad hubo, y habría, para enfrentarse a un tipo de sedición nueva que hizo su aparición en la América Latina. Era la que se revestía de un atuendo revolucionario y que pretendía también eliminar el sistema representativo y democrático de gobierno pero esgrimiendo la bandera, seductora para mentes juveniles y de inadaptados sociales, de un cambio estructural profundo en la organización de nuestros pueblos.
Esa nueva y peligros manera de desquiciar las bases institucionales de nuestros países y de su manera de concebir la organización social como proceso de libertad, adquirió una peligrosidad inocultable desde que el gobierno de Cuba declaró abierta y retadoramente su filiación comunista. La Habana se convirtió en una meca de todos los corifeos del credo totalitario. Pero con las características de la personalidad de los dirigentes de la llamada revolución cubana, formados en su adolescencia en la escuela del terrorismo y ayunos de bagaje ideológico serio; las consignas y los recursos ofrecidos a sus seguidores en la América Latina por ese régimen no fueron de tipo doctrinario. En La Habana se adiestraban y seguían adiestrando terroristas para dinamitar instalaciones industriales; activistas para la guerra de guerrillas; grupos de asalto para atracar bancos y otras empresas, so capa de realizar “expropiaciones revolucionarias”. El dinero en gruesas y sólidas cantidades enviado por el gobierno de La Habana a sus secuaces latinoamericanos no era para comprar imprentas en las cuales difundir ideas, sino para la adquisición de armas destinadas a la guerrilla rural y al atentado urbano.
Fácil resulta explicar y comprender por qué Venezuela fue escogida como objetivo primordial por los gobernantes de La Habana para la experimentación de su política de crimen exportado. Venezuela era el principal proveedor del Occidente no comunista de la materia prime indispensable para los modernos países industrializados, en tiempos de paz y en tiempos de guerra: el petróleo.
Para ese entonces, Venezuela era, además, acaso el país de América latina donde con más voluntariosa decisión se había realizado junto con una política de libertades públicas otra de cambios sociales, con simpatía y respaldo de los sectores laboriosos de la ciudad y del campo. Resultaba así explicable cómo dentro de sus esquemas de expansión latinoamericana, el régimen de La Habana conceptuara que su primero y más preciado botín era Venezuela, para establecer aquí otra cabecera de puente comunista en el primer país exportador de petróleo del mundo; y para echar por tierra una experiencia de gobierno democrático de raíz popular y vocación de justicia social, que resultaba una alternativa valedera frente al totalitarismo imperante en Cuba ante los ojos y la esperanza de los 200 millones de gentes que viven y sueñan al sur del Río Bravo.
La lucha frontal a esta forma de subversión contra las instituciones democráticas, sin antecedentes en la América Latina, no había terminado en Venezuela ni en el resto del continente. Rómulo agregó: “Mientras perviva el régimen comunista de La Habana, hasta ahora asistido y sostenido por la Unión Soviética con próvido aporte material de guerra, persistirá un riesgo inocultable para los países de América Latina”.
Y si alguna duda fuera alimentada por alguien de buena fe con respecto ello, ésta desapareció con la evidencia incontrastable de que desde La Habana fue enviado a su quintacolumna venezolana un equipo de material bélico con peso de 4 toneladas. Este se descubrió, incidentalmente, en las desiertas costas de Paraguaná, dos meses antes de las elecciones que se celebrarían el 1 de diciembre de 1963. La tenacidad de las policías venezolanas en defensa de las instituciones democráticas y de la soberanía de Venezuela, completó el hallazgo casual de ese armamento oculto en el litoral falconiano, con los datos precisos del llamado “Plan Caracas”, incautado a un activista del Partido Comunista, entrenado en Cuba. Esas armas de asolador poder mortífero no eran para ser usadas por las dos docenas de delirantes que huyendo hasta de su propia sombra quedaban aún encuevados en las más intrincadas espesuras de la sierra de Churuguara.
Los morteros; las ametralladoras de tipo pesado; los lanzacohetes, o bazookas; los cañones de tiro sin retroceso, iban a ser emplazados en la ciudad de Caracas, en azoteas de edificios y en otros sitios estratégicos, para producir un baño de sangre en la capital de la República y con el objetivo de frustrar el manifiesto propósito de los venezolanos de concurrir a los comicios. Los criminales ejecutores de esa empresa hubieran sido en definitiva acorralados y vencidos, porque si algo había caracterizado al gobierno de Betancourt había sido su decisión de no titubear ni vacilar en defensa del orden legítimamente constituido. Pero el precio pagado en sangre derramada por el pueblo de Caracas hubiera sido mucho más alto que el que se pagó por debelar las insurgencias procomunistas de Carúpano y de Puerto Cabello.
Este plan de aterrorización de Caracas mediante el uso de modernísimos y eficaces materiales de guerra, fue preparado por aquella acción terrorista sin pausas y sin treguas, como jamás se había visto en el país, y la cual culminó con el abominable episodio del tren excursionista que en su viaja hacia Los Teques fue asaltado por una banda armada, con saldo de numerosos hombres uniformados muertos, de mujeres y de niños heridos. Conocida es la decisión que adoptó Betancourt como gobernante responsable, ante Venezuela y ante la historia. Los parlamentarios del Partido Comunista y Movimiento de Izquierda Revolucionaria, comando coaligado de la subversión antidemocrática en Venezuela y sumiso estado mayor ejecutor de las instrucciones emanadas de sus jefes cubanos, fueron detenidos y entregados a la jurisdicción de los tribunales militares, por la índole de sus delitos, tipificados en el Código de Justicia Militar. La Corte Suprema de Justicia convalidó, con irrebatibles argumentos jurídicos, la anterior decisión del poder ejecutivo inhabilitando a esos partidos, clausurando sus locales e impidiendo la circulación de sus periódicos. El proceso judicial, ante los tribunales militares y por el delito de rebelión, continuó contra quienes eran los máximos responsables de los brotes de sedición armada de Carúpano y Puerto Cabello, de los asesinatos de hombres uniformados, de policías y de simples ciudadanos; de las actividades guerrilleras; del incendio de fábricas y de instalaciones petroleras; de los robos a mano armada.
Era de esperarse dentro de sana lógica, extraña a la mentalidad desorbitada de los comandos comunistas de Venezuela, que la concurrencia de 96 de cada 100 ciudadanos inscritos en los registros electorales a los comicios del 1 de diciembre de 1963 hiciera desistir a ese grupo antinacional de sus planes de subversión violenta. Pero no fue así.
En poder del gobierno estuvo un documento elaborado por la dirección del Partido Comunista en la clandestinidad, el 13 de diciembre de ese mismo año de 1963, doce días después de realizarse la consulta electoral con asistencia y presencia masivas de los venezolanos aptos para elegir. En ese documento se insistía con obcecada obstinación en que la única vía trajinable para los sedicentes “revolucionarios” era la del asalto armado al poder y la sustitución de los gobernantes que el pueblo eligió, por una minoría que estableciera en Venezuela un régimen colonialmente sometido a los dictados de los sínodos comunistas internacionales, como el que existía en Cuba.
Fue por estas razones que el Presidente Betancourt utilizó la facultad que le concedía la Ley Orgánica del Ejército y de la Armada vigente para sobreseer juicios militares en cualquiera de sus instancias en beneficio de los máximos responsables del terrorismo político que sufría el país, y de los que proyectaban hacia el futuro. Irresponsable hubiera sido Rómulo, como lo afirmó, si al final de su mandato procurase granjearse un ambiente de Presidente benévolo abriéndole, con la firma al pie de un decreto de sobreseimiento, las puertas de las cárceles a quienes en ellas estaban no por delitos de opinión ni por haber ejercitado el legítimo derecho que tiene todo ciudadano a oponerse en todas las tribunas a un gobierno. Dijo Rómulo:
“Están encarcelados porque son agentes de una conspiración extranjera contra la paz, la libertad y la soberanía de Venezuela. La democracia no es un régimen de gobierno laxo y medroso frente a sus enemigos. La democracia es un régimen que respeta las libertades públicas, pero que no trata con lenidad y pavidez a quienes atentan contra ella. La historia contemporánea está plagada de ejemplos de regímenes que por profesar una concepción liberaloide y cobardona fueron aniquilados y pulverizados por minoría totalitarias audaces. Eso sucedió ayer con el fascismo y sucede hoy con el comunismo. Y orgulloso me siento, y orgullosos deben sentirse mis colaboradores en todos los escalones de la administración pública, de que el gobierno que presidí aprendiera las lecciones de la historia y por eso no se dejare intimidar, acorralar ni derrocar por minorías antidemocráticas, ya fueran las del clásico estilo autocrático latinoamericano o las revestidas del paramento novedoso de ideologías seudorrevolucionarias, y en definitiva integradas por quintacolumnas de potencias que aspiran a regimentar al mundo, para su propio y exclusivo beneficio, con estructuras autoritarias de gobierno”.
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