En definitiva, que aparte de sus derrotas en el ámbito regional y global, los latinoamericanos conocen que también en Venezuela las metas hacia donde condujeron los caminos de la restauración del comunismo marxista, stalinista y fidelista, no fueron diferentes a los clásicos, a los ortodoxos, aun cuando Chávez pretendió vestirlos de otros ropajes y disfraces, colocándole, por ejemplo, la etiqueta de “siglo XXI”, con las que había logrado construir factorías en Nicaragua, Ecuador y Bolivia.
Hoy de la entente en que, con ayuda de Cuba, las agrupó, el ALBA, queda apenas el nombre, un adefesio amasado con los petrodólares de la exportaciones de crudo venezolano, que, en cuanto estas mermaron, le quitaron todo piso a la “unión” o cruzada.
Manuel Malaver
ND 20 Febrero, 2011
El chavismo como parte
del pasado reciente de América Latina
Dos políticos del continente, Arturo Valenzuela en Washington y Teodoro Petkoff en Caracas, coincidieron a comienzos de semana en que el chavismo como fenómeno político regional, no solo vive sus días crepusculares, sino que hasta es posible que esté reclamando con urgencia el santo sacramento de la extremaunción.
No creo que Petkoff y Valenzuela se conozcan personalmente, ni mucho menos que coincidan en ideas en cuanto aspectos de los quehaceres políticos en que se desempeñan actualmente (el primero es Subsecretario para Asuntos Hemisféricos de la Administración Obama y el segundo es un político venezolano de larga experiencia y honda penetración en sectores de la izquierda y la centro derecha de dentro y fuera del país, al frente de dos medios: el diario “Tal Cual”, y el programa se televisión “Con Teodoro”), pero en lo que no hay dudas es en su calidad como intérpretes (“analistas”, también se les dice) de la tragedia venezolana de la última década, en su capacidad para llegar a conclusiones sobre todos, o alguno de sus ciclos en particular.
El del último año, por ejemplo-o para ser más precisos: el que comienza en la última mitad del 2009 cuando Chávez pierde la “batalla de Honduras”, y la primera del 2010 cuando, Juan Manuel Santos, es electo presidente de Colombia, hitos que determinan sus repliegue “a la patriecita” -a la que según Bolívar estaba hecha a la medida de caudillos locales como Páez-, para olvidarse de delirios como el de emerger como el nuevo Fidel Castro que llegaba con la misión entre histórica y religiosa de restaurar el socialismo y “salvar a la Humanidad”.
Son también los casi 365 días en que se desploman los precios del crudo de 122 dólares el barril en que situaron el 22 de julio del 2008, para situarse en menos de 70 a mediados del 2009, acontecimiento decisivo para que la famosa chequera chavista comenzara a desinflarse, el flujo de petrodólares líquidos o en créditos, ayudas o compra de bonos basura, proyectos faraónicos o importaciones sin control ni medidas se vaporicen y Chávez emprenda el aprendizaje doloroso de que es un presidente venezolano más, otro de los tantos que abundan en la crónica de la picaresca nacional, uno al cual se le toleran fantasías, chambonadas y ridiculeces porque tiene con que pagarlas.
O sea, que hay que regresar al país y empezar a ocuparse de él, prácticamente a conocerlo o reconocerlo, sobre todo en circunstancias de que tiene en frente un desafío político fundamental, como es ganar la mayoría absoluta en las elecciones para la renovación de los diputados a la Asamblea Nacional pautadas para el 26 de septiembre del 2010, y perdidas las cuales, no es solo que se asilará en Venezuela para averiguar y tratar de remediar las causas de la derrota, pues después de la misma, su salida del poder en las presidenciales del 2012 puede darse por segura.
Y en eso se ha empleado, a eso le ha ofrendado sus últimos días, trajinando con cifras, maquillando resultados, mintiendo, desmintiéndose y volviendo a mentir, trastocando la realidad en otra que soñó en las horas y días en que viajaba en el Air Bus de uno a otro continente y tratando de darse ánimos ante una evidencia que ya cría polvo en la memoria de Venezuela y del extranjero: es un perdedor.
Hay, sin embargo, hechos que lo han sacudido, chocado, electrocutado, descoyuntado, como es enterarse de que en Venezuela la delincuencia cobra 150 vidas al año como producto de la inseguridad que cunde de uno a otro rincón, que hay un déficit habitacional de casi 3 millones de viviendas, que la inflación pasa del 30 por ciento anual, que solo con cifras maquilladas vamos a crecer el 1 por ciento este año en un continente donde la media será del 6 por eciento, que somos un país monoproductor y monoexportador de petróleo puesto que el 85 por ciento de las divisas provienen de este rubro, que el desabastecimiento y la carestía arrecian sobre los hogares venezolanos ahora que los precios de los alimentos crecen sin parar y los del petróleo no terminan de estabilizarse y que la infraestructura física del país ha caído a niveles de la de los países del África subsahariana.
Y sin hablar de la corrupción que, según organismos de medición independientes internacionales, está entre las más altas del mundo, la caída de la productividad en la agricultura y en la industria como sequela de las invasiones y las expropiaciones que la reduce a su nivel más bajo desde la época prepetrolera, la inversión extranjera directa casi en cero y el desempleo y el subempleo que pueden llegar a más del 15 por ciento disfrazados con subvenciones de hambre que se reparten en los programas de la llamada política social.
Es decir, que la única realidad política venezolana auténtica y de verdad verdad, es la de la protuberancia de un estado paternalista, populista, concentracionario, caudillesco, dictatorial y neototalitario que, vía la incautación de la libertad de expresión a través de guerras sin tregua contra los medios y los comunicadores, y de la liquidación de la independencia de los poderes, ha dejado a Venezuela en manos de un cacique precolombino, o virrey colonial, que trata de manipular a la población con la añagaza de que su poder personal es el poder de todos los venezolanos, y muy en particular, el de los más pobres.
Por el contrario, son los pobres quienes más sufren con los rigores de la demagogia chavista, pues es entre ellos donde se acusa el más alto déficit de viviendas, donde la inseguridad cobra el mayor número de víctimas, donde menos llegan los servicios de luz, agua y limpieza, y a quienes, si se les alfabetiza y escolariza, es para insuflarse filosofías decimonónicas como el marxismo, formarlos en el culto a los caudillos y los hombres fuertes, ofrecerles versiones trucadas de la historia venezolana y rebanarles la individualidad y los derechos constitucionales con los aprenderían a comportarse como ciudadanos y no como súbditos.
En definitiva, que aparte de sus derrotas en el ámbito regional y global, los latinoamericanos conocen que también en Venezuela las metas hacia donde condujeron los caminos de la restauración del comunismo marxista, stalinista y fidelista, no fueron diferentes a los clásicos, a los ortodoxos, aun cuando Chávez pretendió vestirlos de otros ropajes y disfraces, colocándole, por ejemplo, la etiqueta de “siglo XXI”, con las que había logrado construir factorías en Nicaragua, Ecuador y Bolivia.
Hoy de la entente en que, con ayuda de Cuba, las agrupó, el ALBA, queda apenas el nombre, un adefesio amasado con los petrodólares de la exportaciones de crudo venezolano, que, en cuanto estas mermaron, le quitaron todo piso a la “unión” o cruzada.
Pero, igualmente, el deslinde de la izquierda racional y moderna de la región con el chavismo ultramontano no se hizo esperar, y los países y gobiernos que alguna vez mantuvieron vínculos con la neodictadura, se le han alejado, en la medida que perciben que no es sino una nueva fórmula para el regreso de los gobiernos de fuerza autoritarios y populistas del subcontinente.
Como también lo hacen partidos y movimientos políticos de la izquierda radical que creyeron que Chávez veía más allá de los intereses de su propia dictadura, y se han distanciado del comandante-presidente que cada día luce más como otro militar cuartelario de América latina que como un “revolucionario y socialista” del Siglo XXI.
De ahí que tengan razón Arturo Valenzuela y Teodoro Petkoff: Chávez está reducido a un producto nacional y local, a un fenómeno que más allá del radio de acción donde pone en marcha una de las políticas clientelares más agresivas que se recuerden en la historia del subcontinente, es un nombre que se borra, una grafía que se olvida y pronto no será sino una mención que provoca miedo pronunciar.
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