Hace trece años un soldado de bajo rango militar, de pobre educación, con vocación golpista más que democrática - como lo prueba el sangriento e inepto golpe de 1992 - se presentó a elecciones atendiendo a los consejos de sus asesores de aquel momento y ganó la presidencia. Encontró una sociedad cansada de un bipartidismo inefectivo, ansiosa de un cambio.
Ese momento de nuestra historia hubiera podido ser estelar. El golpista arrepentido hubiera podido convertirse en un líder democrático, llamar al país a adoptar nuevas actitudes, incorporar a los sectores hasta entonces marginados, inspirar a la clase media, trabajar con los intelectuales y los técnicos, acercarse al mundo civilizado, convocar a todos los venezolanos a trabajar juntos. En ese momento hasta los seguidores del candidato presidencial perdedor, quizás hasta el mismo candidato perdedor, le hubiesen apoyado en la intención.
Pero el ganador se presentó, desde el mismo momento de su juramento como presidente, dispuesto a dividir al país entre “los suyos y los otros”. Traía su alforja llena de venganzas y resentimientos. La historia de estos trece años, aún por escribirse en toda su horrorosa realidad, ha sido una de descenso continuado hacia un pantano de mediocridad y corrupción que ha convertido a Venezuela en uno de los países más miserables del planeta.Y esto que digo es comprobable examinando todos los índices políticos, económicos y sociales de los organismos internacionales.
En 1998 el país esperaba que un candidato ganador, montado en una plataforma de cambio, hiciera lo que había prometido: terminar con la corrupción y conducir al país hacia un futuro más próspero, llamando a todos los venezolanos a trabajar en unísono. Pero el país no conocía realmente al candidato ganador. No sabía lo que pasaba por su mente. Y lo que pasaba por su mente era algo diferente. Tenía que ver con consolidarse en el poder y con una asociación con su ídolo, Fidel Castro, para convertir a Venezuela en una nueva Cuba. Tenía que ver con la implantación de una sociedad basada en el odio. Esto es lo que ha tratado de hacer en estos trece años, llevando al país a un estado lamentable de suciedad física y espiritual.
Ya está claro que no logrará su propósito. Aún cuando esté todavía en el poder es como una víbora sin colmillos, incapaz de imponerle su voluntad a más de la mitad del país. Uno puede mandar en un país en contra de la mitad de la sociedad pero no puede hacer una “revolución” si más de la mitad del país no está con él.
Su régimen hace aguas por todos lados, como una barcaza obsoleta. Y es que, desde el punto de vista ideológico, el socialismo del siglo XXI es apenas eso: una barcaza obsoleta y naufragante. Con una PDVSA colapsada, con protestas populares que se multiplican a diario, con una fragmentación progresiva de su base política, aislado internacionalmente por su vergonzoso alineamiento con los forajidos del planeta, Hugo Chávez se enfrenta, casi de forma inevitable, a su derrumbe definitivo.
Venezuela está, en Marzo de 2011, a la búsqueda de un conductor que la pueda llevar a una etapa superior de progreso, una etapa libre de odios, llena de oportunidades para todos los venezolanos, negros, blancos y mestizos; pobres y ricos. Un conductor que no sea un genio pero que no sea un acomplejado, alguien quien se sepa rodear de gente valiosa y honesta. Alguien que no tenga que rodearse de una pandilla de hampones cívico-militares para consolidarse en el poder.
Yo no se quien será ese o esa líder, pero estoy seguro de que ya se mueve entre nosotros. Todo lo que debe tener, como ingrediente esencial, es un amor por el país que supere su amor por sí mismo (a). Narcisistas favor abstenerse. Viendo lo que nos ha pasado en estos trece años no logro entender como un venezolano decente pueda preferir la satisfacción de su agenda personal y colocar su codicia de poder y sus resentimientos por encima del bienestar de sus compatriotas. No lo puedo entender porque parece obvio que la gloria personal no radica en la creación de un estado hamponil sino en la creación de una sociedad armoniosa.
Ser presidente, el primer servidor público, debería ser el mayor de los honores. No sería necesario para una persona normal ser, también, un déspota. Ningún déspota ha pasado a la historia como un benefactor de su pueblo. El despotismo es una prostitución del verdadero objetivo, es uno de los atajos falsos del liderazgo: Mugabe, Assad, Gaddafi, Hussein, Castro, Ortega, Morales, Kim IL Sung, Obiang, Chávez. Todos ellos van sin remedio a la letrina de la historia.
Venezuela necesita un (a) presidente que hable un lenguaje civilizado, que nos una y nos lleve al progreso. Que nos permita enfrentar con decisión nuestros grandes problemas. Que nos informe y nos consulte. Que no sea un acomplejado y un resentido. Que no inyecte odio. Que sepa multiplicar. Que no abuse de los activos nacionales para sus propios fines.
No creo que encontrar un líder así sea difícil. Entre los pre-candidato(a)s presidenciales que ya asoman en la oposición hay suficiente talento, juventud, entusiasmo y decencia como para generar ese líder y, además, para estructurar un gabinete de lujo con quienes no ganen la candidatura. Ello será necesario porque la tarea que les espera es durísima. Venezuela está en la más aterradora ruina moral y material, un país cercano a Haití y lejos de Chile. Se requerirán dos generaciones para enderezarlo.
Esperemos que la pesadilla chavista nos haya curado para siempre del apego a la figura del caudillo ignorante y demagogo que tanto daño le ha hecho a nuestros pueblos.
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