Con razón el marxólogo alemán Heinz Dieterich afirma que esto no fue, no es ni será socialismo ni nada que se le parezca. Será lo que asomó ser desde el 4 de febrero de 1992: una vulgar dictadura militar de botas, sables y machetes. Travestida, según sus propias palabras, con “una retórica ‘socialista’ sin contenidos ni sentido”. Una burda caricatura de la revolución cubana. La propia y zarrapastrosa tiranía del siglo XXI venezolano. Si no terminamos con ella, ella terminará con nosotros.
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En su obra Del socialismo utópico al socialismo científico, Federico
Engels asegura haber descubierto y sentado las bases del jarabe del
milenio, la panacea contra todos los males de la humanidad: el
socialismo científico. La publicó en 1880, a punto de liberarse del
lastre que suponía en vida su protegido Karl Marx, que le criticaba su afición por las verdades absolutas. Que aborrecía como a la peor de las pestes. De ese particularísimo dúo germano, al que se deben los mayores delirios intelectuales y políticos de la historia europea del siglo XIX y tantos millones de muertos que no habría sitio donde sepultarlos, brotaron los dogmas que han motorizado a la humanidad
durante gran parte del siglo XX. Y parte del XXI, de creerles a sus
distantes y ágrafos herederos, los del socialismo del siglo XXI.
¿En qué radicaba la “cientificidad” del socialismo “científico” de
Karl Marx y Federico Engels? En que se basaba en el llamado
materialismo histórico y la lucha de clases, no en el delirio
trashumante del socialismo anterior, el “utópico”. El de Proudhon,
Owen, Fourier, Saint Simon & Cía., que mezclando las más heterogéneas y antinómicas utopías, profecías, y otras yerbas bíblicas, creían posible brincar del malvado capitalismo burgués al reformismo social por la mera fuerza de la voluntad, la bondad cristiana y la
iluminación de predicadores y redentores enardecidos por las miserias a las que la avaricia y la ambición de los depredadores del milenio -empresarios, capitanes de industria, estafadores y malvados de todo tipo- sumían a la doliente humanidad.
Nada veían los socialistas utópicos de ventajoso en esa hidra de mil
cabezas, a la que había que ahogar en sangre. En lo que por cierto
coincidían con el llamado socialismo científico. Pero éste no se
basaba en los meros deseos de profetas iluminados: se basaba en hechos y tendencias supuestamente reales, “objetivas”, afincadas en lo
profundo del propio capitalismo, que mientras más se desarrollaba y
crecía tanto más generaba los embriones de su propia superación, cuya culminación sería el necesario producto del vertiginoso desarrollo de las fuerzas productivas y de las feroces contradicciones que
encontraría con lo que nuestros sabios llamaban “las relaciones
sociales de producción”. Sin un capitalismo desarrollado hasta el
máximo de sus posibilidades, ni soñar con el socialismo. Algo así como el monstruo que se ve obligado a reventar las corazas que le impiden la plena expansión de su musculatura, para, liberado, dar rienda suelta a todas sus maravillosas potencialidades: el comunismo y la prosperidad universal. De cada quien según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades. Jauja.
De ese modo, la revolución no surgía del voluntarismo de chiflados
mesiánicos, caudillos enfebrecidos o charlatanes de esquina, tipo
Proudhon o Saint Simon; la revolución socialista sería el producto natural del desarrollo histórico del capitalismo mismo. Y Lenin agregaría: del proletariado, pero auxiliado por la acción providencial del médium de la historia, el maquiavélico príncipe moderno: el Partido bolchevique.
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Para escarnio de Marx y de Engels, esa deslumbrante anticipación
científica, que en la teoría lucía la perfección de una fórmula
matemática, se vino abajo empujada por la porfiada realidad de los
hechos. Ni el proletariado, en tanto proletariado, produjo régimen
socialista alguno, ni el partido que pretendía ser su instrumento
político daría lugar, en sitio alguno del planeta, al socialismo
científico. Si es que el Archipiélago GULAG, los juicios de Moscú y el
asesinato de millones de soviéticos por hambrunas y persecución
provocados por el Partido Comunista de la URSS y la industrialización
a martillazos tuvieron algo de científico.
En primer lugar: el capitalismo superaría todas sus crisis,
atravesando las más insólitas aventuras -imperialismo, colonialismo,
guerras civiles, guerras mundiales, bombas atómicas- hasta aterrizar
en el dominio planetario de que hoy disfruta. Para mayor vergüenza de
los fundadores del socialismo científico, acompañado de la mano del liberalismo, la democracia social y la prosperidad del comercio
globalizado. Hoy vemos, en un extremo, a los Estados Unidos, a Japón, a la Unión Europea, Canadá, Australia y todos aquellos países en vías de desarrollo enfrentados a la necesidad de superarse para integrarse a ese gran concierto universal que es la economía globalizada; en el otro y a la rastra, a Cuba, Corea del Norte, y algunos adláteres y seguidores como Venezuela y sus aliados. Pura zarrapastra. En medio de
ambos extremos, el gigante chino, que invierte los términos: la
dictadura que buscaba desesperadamente inventar el socialismo, ha decidido no perder un día más y se ha puesto a la tarea de inventar el capitalismo. A pasos agigantados. Y con una voracidad, un salvajismo y una ansiedad que hubieran desconcertado a Marx y a Engels. Una dictadura dizque proletaria de tomo y lomo, presa de la acumulación primitiva, el desarrollo de la industria, la tecnología de punta, la
revolución de las comunicaciones y la ampliación de su gigantesco
mercado ingresando por la puerta ancha de la Historia al mismísimo
Primer Mundo. Futura primera potencia capitalista universal.
Y eso, ¿qué tiene que ver con Marx y Engels? Absolutamente nada. El
socialismo se intentó construir poniendo las cosas patas arriba. Se
comenzó poniendo el techo de la dictadura proletaria, vale decir: del
Partido bolchevique, por encima de las fuerzas productivas, acicateadas a fuerza de violencia, de imposición, de represión, de castigo. Siguiendo el modelo de Iván el Terrible. Por lo menos en Rusia y luego en la Unión Soviética. Que logró alcanzar con décadas de retraso y a marchas forzadas –al precio de millones y millones de víctimas– el nivel necesario como para, acomodándose a la teoría marxista, alcanzar un nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas cónsono con un estado socialista. Para ver entonces el colmo del absurdo y el quid pro quo: entrar de lleno, como China, al capitalismo más salvaje. La profecía se mostraba como lo que realmente era: una estafa, una patraña.
¿Dar ese gigantesco rodeo por la guerra civil, el leninismo, el
estalinismo, montar la más feroz y abyecta de las dictaduras
totalitarias para terminar mordiéndose la cola capitalista de la Rusia de Gorbachov, de Boris Yeltsin, de Putin, de Dmitri Medvédev?
¿Millones y millones de muertos sacrificados en el altar de la
dictadura para descubrir con setenta años de atraso que el mejor
sistema político es el democrático? ¿Y que el único régimen capaz de
asegurar la satisfacción de nuestras necesidades es el capitalismo,
así sea el de Estado? ¡Cómo se estará revolcando Karl Marx en su tumba londinense!
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Lo que ni Marx ni Engels hubieran imaginado jamás sería que a siglo y
medio de sus poderosos esfuerzos intelectuales sus profecías no sólo
no se habrían cumplido, sino que sus seguidores habrían acumulado tal
grado de decadencia y fracasos, que un teniente coronel que se dice
discípulo del riquísimo oligarca caraqueño despreciado por Marx por
tratarse de un ambicioso y delirante subproducto colonial, Don Simón
José Antonio de la Santísima Trinidad de la Concepción Bolívar
Palacios y Blanco, terminaría por clausurar de una vez y para siempre
el sangriento período del socialismo científico para abrir los portones al pintoresco socialismo mágico. Un artilugio que ni el Nobel Gabriel García Márquez hubiera podido ni siquiera imaginar.
Macondo no alcanzó la gloria venezolana: su coronel no tenía ni quien le escribiese. Su par venezolano hasta consigue que Gallup le sitúe su esperpento hasta por encima de Holanda y un par de docenas de países del Primer Mundo en el logro de la felicidad de sus ciudadanos.
En esta farsa terminó el socialismo científico. Una tiranía de medio
pelo, que vive exclusivamente de los ingresos petroleros, que ha
estrangulado el nivel de desarrollo capitalista alcanzado y su incipiente proceso de industrialización, que no cuenta ni con una burguesía capaz de inventar y defender su obra ni con un proletariado consciente de su papel rector en el futuro de la humanidad. Sino con una clase mercantilista dependiente de las ubres del ogro filantrópico y unas masas oprimidas, seducidas, desempleadas o mantenidas y
capturadas con la insigne verborrea del caudillo y promesas de papel;
maquetas y planitos con compromisos de construcción de viviendas a un muy lejano e hipotético futuro. Clientelismo puro de lado y lado.
De científico, nada. De socialismo, tampoco. Pura autocracia
caudillesca y militarista del siglo XIX, montada sobre el chorro
petrolero del siglo XX. Mientras el caudillo se aferra al modelo
cubano, precisamente cuando nada detiene a Cuba de su vertiginoso
desplome, la supina ignorancia de algunos de sus vasallos, pretende
igualar el socialismo del siglo XXI con el sueco o el noruego, el francés o el español. No el norcoreano o el cubano, miserables y andrajosos paradigmas en el que viniera a parar el “socialismo científico” y al que descendemos en caída vertical.
Con razón quienes conocen de Marx y de Engels, como el marxólogo
alemán Heinz Dieterich, afirman que éste del teniente coronel Hugo
Chávez, que hubiera podido intentar ser algo así como un socialismo
del siglo XXI –que, por cierto, ni él sabe en qué consiste– , no será
ni socialismo ni del siglo XXI. Será lo que asomó ser desde el 4 de
febrero de 1992: una vulgar dictadura militar de botas, sable y
machetes. Una burda caricatura de la revolución cubana. La propia y
zarrapastrosa tiranía del siglo XXI venezolano. Si no terminamos con
ella, ella terminará con nosotros.
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