Venezuela es, desde el 10 de junio, otro país. Chávez no está muerto ni posiblemente lo esté en años. Le ha sucedido algo peor, porque es menos glorioso: se nos ha vuelto súbitamente inútil, obsoleto. Como un carro comprado un día antes de que el nuevo modelo saliera a la venta. Ya es tarde para parapetar de urgencia una nueva realidad pariendo de la noche a la mañana una revolución armada, socialista, bolchevique, como la que naciera y muriera en la Sierra Maestra. Tal como lo balbucea Adán Chávez, patética y lamentable parodia de Raúl Castro, el comunista de la familia. Nunca segundas partes fueron buenas.
Antonio Sánchez García
A Pompeyo Márquez
LA HORA DE LA VERDAD
Marx encontró una bella metáfora para referirse a ese proceso sociopolítico, cultural y económico que va tejiendo nuevos escenarios históricos casi siempre a redropelo de la voluntad de los hombres y a veces, incluso, contra su expresa voluntad. Engañando a tirios y troyanos y usando los más equívocos, falsos y trastornados mensajeros. Lo llamó “el viejo topo”. Y al trabajo que realiza en el subsuelo de la conciencia colectiva hasta derrumbar todas las falsas certidumbres para permitir el nacimiento de una nueva sociedad lo llamó “su trabajo de zapa”.
Súbitamente y de la manera más insólita, pues nadie se lo había siquiera imaginado, el viejo topo hace su trabajo de zapa bajo el resquebrajado cuero seco de esta Venezuela petrolera. Y para terminar de derrumbar el tinglado fantasmagórico de esta sedicente revolución bolivariana y permitir que emerja del trajinado subsuelo de nuestra sociedad la nueva sociedad moderna y globalizada que exigen las circunstancias, se sirve del falso mensajero: un teniente coronel con aspiraciones de eternidad al que el destino, en una siniestra jugarreta, le desemboza de un solo tajo la dolorosa fragilidad de su existencia. La historia lo pilla en offside: fuera de juego.
Pertenezco a aquellos que creyeron que Hugo Chávez actuaba en el rol de lo que Moliere llamara “le malade imaginaire”, el enfermo imaginario. Bajo la mise en scène de Fidel Castro y la producción estelar del G2 cubano. En un operativo que llamé “misión resurrección”. Consistente, tal como lo ha hecho el mayor de los Castro, en desaparecer de la faz del planeta, provocar conmoción pública y reaparecer al filo de la desesperación colectiva para ser recibido en gloria y majestad como el ángel guardián al borde de la histeria.
La realidad parece desmentirme. La asamblea cumbre del futuro sin la OEA, el CELAC, ha sido cancelada. Chávez está enfermo. Y no de cualquier minucia propia de personajes estresados - empresarios, artistas, periodistas, productores de televisión, políticos derrotados y jugadores de bolsa - tales como una gastritis, colon irritable, mareos súbitos, torsiones musculares, obesidad y desmayos causados por la acumulación de acosos psicológicos. Padece de cáncer. Por ahora, según se deduce, no de un cáncer terminal y devastador, como los que suelen llevarse a los simples mortales en pocos días con la ráfaga de un guadañazo. Pero no nos llamemos a engaño: un cáncer es un cáncer. No existen cáncer benigno - un oxímoron -, como esos malestares que se guardan en el portafolios y nos sorprenden el día de mañana llegando a la oficina. Una acidez pertinaz e insoportable después de días de alcohol, sexo y fatiga.
Nadie ha dicho que el cáncer de Chávez, supuestamente de próstata con algún nivel de metástasis en otros órganos vecinos, incluso en sus huesos, se lo llevará al otro mundo de un día al otro. Conozco a muchos que han sobrevivido años y años con un cáncer, de los aviesos y traidores. Pero al día de hoy, debemos reconocer que casi todos quienes sufren de cáncer se invalidan para las grandes aventuras psíquicas, físicas y corporales a las que se sentían llamados. En la inefable pantalla espiritual de sus vidas se asoma la persistente, la tenaz, la aviesa sombra de la más antigua, más amarga y más extenuante de las certidumbres: la de la inmediatez inevitable de la muerte. El tenue velo de la eternidad con el que convivimos en la sana inconsciencia cotidiana, se rasga como con un relámpago. Murieron las ilusiones.
Esto sucede, además, en el peor y más angustioso de los momentos del proyecto vital que ha convertido en esencia de su vida. Cuando la llamada revolución bolivariana se derrumba a pedazos sin haber dejado a su paso una sola institución, una sola obra, una sola realidad imperecedera. La única que pudo sobrevivirle, la Constitución, ha sido envilecida, atropellada y ultrajada por sus mismos creadores. La asamblea es infinitamente más venal, corrupta y despreciable que todas las anteriores. Incluso la de Cipriano Castro, sobre la que Rómulo Gallegos escupiera su desprecio hace un siglo. Y el partido que se sacó de la manga, el PSUV, se volverá escenario de una guerra a dentelladas por heredar los despojos. Estos trece años de despilfarro, desorden, odios, enfrentamientos y esperanzas yacen por los suelos. Tanto, que uno de sus más importantes artífices, el teniente Diosdado Cabello, se ve en la obligación de señalar que sin Chávez, no queda, no quedaría, no quedará absolutamente nada. Fin de partie. ¿Stalin exclamando que sin Lenin se acabó la revolución bolchevique? Imposible.
Aún así, no es poco para un ágrafo teniente coronel al que en la academia militar apodaban “el loco Chávez”: haber enfebrecido a un pueblo rebajado a pasto de sus ambiciones y no dejarle un techo, un pan, un abrigo. Una auténtica Nación en la que cobijarse. Sólo un recuerdo vaporoso y difuso que el viento irá esparciendo en el olvido como el sueño de una larga, interminable, pesadillesca noche de verano.
Venezuela es, desde el 10 de junio, otro país. Chávez no está muerto ni posiblemente lo estará en años. Le ha sucedido algo peor, porque es menos glorioso: se nos ha vuelto súbitamente obsoleto. Temeroso y quebradizo. Como un carro fallado comprado un día antes de que el nuevo modelo saliera a la venta. Ya es tarde para parapetar de urgencia una nueva realidad pariendo de la noche a la mañana una revolución armada, socialista, bolchevique, heroica e impoluta como la que naciera y muriera en la Sierra Maestra. Tal como lo balbucea Adán Chávez, patética y lamentable parodia de Raúl Castro, el comunista de la familia. Nunca segundas partes fueron buenas.
La oposición debe descifrar las claves de la nueva situación. Un atentado del destino ha fracturado las bases del Poder caudillesco que sostenía la farsa revolucionaria. No se trata de mantener la ficción electoral sometiéndola al estrés del apuro. Se trata del momento crucial que vivimos, el Kairós (καιρός) que llamaban los griegos: ese instante único e irrepetible por el que se cuela lo nuevo, lo inédito en la historia. El problema, así como el desafío, son infinitamente trascendentales. Se trata de asumir la responsabilidad del Poder y asegurarle a la Nación el futuro cuyas portones acaban de ser abiertos por el viejo topo. Lenin exigió en sus tesis de abril de 1917, cuando la parodia democrático burguesa intentaba gatear, “todo el poder a los soviets”. Llegó la hora de exigir “todo el Poder a la Democracia”. Dios quiera que sea por medios electorales. Y que el fantasma del golpe de estado de los huérfanos sea impedido. La Patria lo demanda. La decisión está en nuestras manos.
Marx encontró una bella metáfora para referirse a ese proceso sociopolítico, cultural y económico que va tejiendo nuevos escenarios históricos casi siempre a redropelo de la voluntad de los hombres y a veces, incluso, contra su expresa voluntad. Engañando a tirios y troyanos y usando los más equívocos, falsos y trastornados mensajeros. Lo llamó “el viejo topo”. Y al trabajo que realiza en el subsuelo de la conciencia colectiva hasta derrumbar todas las falsas certidumbres para permitir el nacimiento de una nueva sociedad lo llamó “su trabajo de zapa”.
Súbitamente y de la manera más insólita, pues nadie se lo había siquiera imaginado, el viejo topo hace su trabajo de zapa bajo el resquebrajado cuero seco de esta Venezuela petrolera. Y para terminar de derrumbar el tinglado fantasmagórico de esta sedicente revolución bolivariana y permitir que emerja del trajinado subsuelo de nuestra sociedad la nueva sociedad moderna y globalizada que exigen las circunstancias, se sirve del falso mensajero: un teniente coronel con aspiraciones de eternidad al que el destino, en una siniestra jugarreta, le desemboza de un solo tajo la dolorosa fragilidad de su existencia. La historia lo pilla en offside: fuera de juego.
Pertenezco a aquellos que creyeron que Hugo Chávez actuaba en el rol de lo que Moliere llamara “le malade imaginaire”, el enfermo imaginario. Bajo la mise en scène de Fidel Castro y la producción estelar del G2 cubano. En un operativo que llamé “misión resurrección”. Consistente, tal como lo ha hecho el mayor de los Castro, en desaparecer de la faz del planeta, provocar conmoción pública y reaparecer al filo de la desesperación colectiva para ser recibido en gloria y majestad como el ángel guardián al borde de la histeria.
La realidad parece desmentirme. La asamblea cumbre del futuro sin la OEA, el CELAC, ha sido cancelada. Chávez está enfermo. Y no de cualquier minucia propia de personajes estresados - empresarios, artistas, periodistas, productores de televisión, políticos derrotados y jugadores de bolsa - tales como una gastritis, colon irritable, mareos súbitos, torsiones musculares, obesidad y desmayos causados por la acumulación de acosos psicológicos. Padece de cáncer. Por ahora, según se deduce, no de un cáncer terminal y devastador, como los que suelen llevarse a los simples mortales en pocos días con la ráfaga de un guadañazo. Pero no nos llamemos a engaño: un cáncer es un cáncer. No existen cáncer benigno - un oxímoron -, como esos malestares que se guardan en el portafolios y nos sorprenden el día de mañana llegando a la oficina. Una acidez pertinaz e insoportable después de días de alcohol, sexo y fatiga.
Nadie ha dicho que el cáncer de Chávez, supuestamente de próstata con algún nivel de metástasis en otros órganos vecinos, incluso en sus huesos, se lo llevará al otro mundo de un día al otro. Conozco a muchos que han sobrevivido años y años con un cáncer, de los aviesos y traidores. Pero al día de hoy, debemos reconocer que casi todos quienes sufren de cáncer se invalidan para las grandes aventuras psíquicas, físicas y corporales a las que se sentían llamados. En la inefable pantalla espiritual de sus vidas se asoma la persistente, la tenaz, la aviesa sombra de la más antigua, más amarga y más extenuante de las certidumbres: la de la inmediatez inevitable de la muerte. El tenue velo de la eternidad con el que convivimos en la sana inconsciencia cotidiana, se rasga como con un relámpago. Murieron las ilusiones.
Esto sucede, además, en el peor y más angustioso de los momentos del proyecto vital que ha convertido en esencia de su vida. Cuando la llamada revolución bolivariana se derrumba a pedazos sin haber dejado a su paso una sola institución, una sola obra, una sola realidad imperecedera. La única que pudo sobrevivirle, la Constitución, ha sido envilecida, atropellada y ultrajada por sus mismos creadores. La asamblea es infinitamente más venal, corrupta y despreciable que todas las anteriores. Incluso la de Cipriano Castro, sobre la que Rómulo Gallegos escupiera su desprecio hace un siglo. Y el partido que se sacó de la manga, el PSUV, se volverá escenario de una guerra a dentelladas por heredar los despojos. Estos trece años de despilfarro, desorden, odios, enfrentamientos y esperanzas yacen por los suelos. Tanto, que uno de sus más importantes artífices, el teniente Diosdado Cabello, se ve en la obligación de señalar que sin Chávez, no queda, no quedaría, no quedará absolutamente nada. Fin de partie. ¿Stalin exclamando que sin Lenin se acabó la revolución bolchevique? Imposible.
Aún así, no es poco para un ágrafo teniente coronel al que en la academia militar apodaban “el loco Chávez”: haber enfebrecido a un pueblo rebajado a pasto de sus ambiciones y no dejarle un techo, un pan, un abrigo. Una auténtica Nación en la que cobijarse. Sólo un recuerdo vaporoso y difuso que el viento irá esparciendo en el olvido como el sueño de una larga, interminable, pesadillesca noche de verano.
Venezuela es, desde el 10 de junio, otro país. Chávez no está muerto ni posiblemente lo estará en años. Le ha sucedido algo peor, porque es menos glorioso: se nos ha vuelto súbitamente obsoleto. Temeroso y quebradizo. Como un carro fallado comprado un día antes de que el nuevo modelo saliera a la venta. Ya es tarde para parapetar de urgencia una nueva realidad pariendo de la noche a la mañana una revolución armada, socialista, bolchevique, heroica e impoluta como la que naciera y muriera en la Sierra Maestra. Tal como lo balbucea Adán Chávez, patética y lamentable parodia de Raúl Castro, el comunista de la familia. Nunca segundas partes fueron buenas.
La oposición debe descifrar las claves de la nueva situación. Un atentado del destino ha fracturado las bases del Poder caudillesco que sostenía la farsa revolucionaria. No se trata de mantener la ficción electoral sometiéndola al estrés del apuro. Se trata del momento crucial que vivimos, el Kairós (καιρός) que llamaban los griegos: ese instante único e irrepetible por el que se cuela lo nuevo, lo inédito en la historia. El problema, así como el desafío, son infinitamente trascendentales. Se trata de asumir la responsabilidad del Poder y asegurarle a la Nación el futuro cuyas portones acaban de ser abiertos por el viejo topo. Lenin exigió en sus tesis de abril de 1917, cuando la parodia democrático burguesa intentaba gatear, “todo el poder a los soviets”. Llegó la hora de exigir “todo el Poder a la Democracia”. Dios quiera que sea por medios electorales. Y que el fantasma del golpe de estado de los huérfanos sea impedido. La Patria lo demanda. La decisión está en nuestras manos.
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