El escritor Alí Lameda fue el primer latinoamericano en sobrevivir a una cárcel de la República Popular Democrática de Corea del Norte.
Acusado de ser un agente de la CIA, permaneció siete años en campos de concentración y prisiones del gobierno norcoreano. Fue una víctima de la revolución internacional, un comunista preso en un país socialista y rescatado gracias a las gestiones de un gobierno con el cual nunca se identificó: el venezolano. Hoy un centro de rehabilitación, inaugurado por Tarek William Saab, lleva su nombre y uno de los personajes relacionados con su experiencia es referencia común cuando se habla de la política venezolana: Fidel Castro. Esta es una historia estremecedora.
Comunista desde chiquito
Alí Lameda nació en 1923, en San Francisco, una pequeña aldea del estado Lara, vecina de Carora, donde creció y se graduó de bachiller en 1939, a los 14 años de edad, cuando ya era poeta, alumno del célebre Cecilio Zubillaga Perera, "Chío Zubillaga" -quien lo inició en la lectura de Marx, la Biblia y El Quijote-; y también era ya comunista, si se toma en cuenta la tesis con la que obtuvo el grado de bachiller, una exposición sobre el origen del universo que daba un rodeo a la intervención divina y que por poco le cuesta el diploma, porque resulta que en la exposición del trabajo de grado estaba presente el padre Montes de Oca, autoridad irreplicable en la zona, quien le preguntó al tesista por el papel de Dios en la creación descrita en su texto. A lo que el imberbe Lameda respondió: "Dios no existe". Y si no lo rasparon, como quería el cura, fue por la mediación de Chío Zubillaga.
Tras un frustrado intento de estudiar Medicina en Bogotá 1941-1943), Lameda regresó a Barquisimeto y se dedicó a lo que él llamó "periodismo de provincia". En 1944 se fue a Caracas y comenzó a trabajar en el semanario Fantoches ; un año después iniciaría su colaboración con El Nacional, que perduraría incluso cuando se marchó a Polonia en 1948 y luego a Checoslovaquia. En 1949, publicó su poemario Polvo en el tiempo. Volvió a Venezuela en 1952 y ya al año siguiente comenzó a publicar, en El Nacional una columna de crítica literaria, que tituló, por sugerencia de Miguel Otero Silva, "El cura y el barbero" (1953-57).
En 1957 regresó a Europa para ejercer funciones como militante comunista. Se radicó por dos años en Italia, donde trabajó como corresponsal de este diario; y en 1959 se fue a Berlín, donde residió hasta abril de 1965, cuando recibió una oferta de trabajo del partido de gobierno de Corea del Norte para integrarse al Departamento de Publicaciones Extranjeras, dependencia del Ministerio de Asuntos Exteriores de Corea del Norte, con la misión de traducir al castellano los discursos de Kim Il-Sung, tarea que haría a partir de las versiones francesas hechas, entre otros, por el escritor Jacques Sedillot.
"El compañero es agente de la CIA"
Al principio, Lameda estaba conforme con su nueva posición. Y así se lo hizo saber a sus familiares, a quienes, en frecuente correspondencia, les contó que allí lo trataban bien, que tenía un apartamento y un carro con chofer (que le cambiaban semanalmente, de manera que nunca pudo establecer una relación amistosa con ninguno de sus conductores). Pero muy pronto comenzó a resentirse por la soledad y el aislamiento al que eran sometidos los extranjeros en ese país, un asunto que a él le afectaba especialmente por su personalidad comunicativa ("Era tan conversador y tan brillante en su cháchara, que podías amanecer escuchándolo", dice su hermana Nelly).
En sus cartas, Lameda tenía expresiones críticas sobre la situación en Corea del Norte y la inmensa pobreza en la que estaban sumidos sus habitantes; decía que ése no era el comunismo con el que él había soñado, que era tal la miseria de los esforzados y sufridos coreanos, que se comían todo lo que volara… menos los aviones. Ignoraba que, además de sus naturales corresponsales, las epístolas eran leídas por el servicio secreto coreano.
Poco después de instalarse en Pyongyang, se le unió su compañera sentimental, una joven de Alemania occidental llamada Elvira Tanzer, que no tenía de militancia. Lo siguió porque estaba muy enamorada de él, lo que, según cuentan quienes lo conocieron, estaba lejos de ser una excepción, puesto que el caroreño era famoso por sus éxitos como seductor y amante.
El 24 de septiembre de 1967, Alí Lameda asistió a un banquete ofrecido a los empleados del Departamento de Publicaciones Extranjeras, donde es posible que hiciera sus acostumbrados chistes velados hacia el aburridísimo estilo del incontinente verbal Kim Il-Sung. El caso es que tres días después, nueve agentes de la policía coreana tocaron a la puerta de su apartamento, le comunicaron que estaba arrestado y se lo llevaron. A Elvira la dejaron sola en la residencia con la prohibición de salir.
Esa misma noche, Jacques Sedillot también sería apresado bajo el cargo de ser espía del imperialismo francés. Y más tarde detendrían, asimismo, al escritor coreano que se desempeñaba como director del departamento.
Un año en dos metros cuadrados Al principio, no hubo cargos contra Lameda. Sólo se le confinó a una celda de dos metros por uno en el Ministerio del Interior, donde permanecería por un año, sometido a largos interrogatorios y sostenido con una ración alimenticia de 300 gramos diarios.
Doce meses después, Lameda fue devuelto a su apartamento, con la condición de arresto domiciliario.
Elvira vio llegar a su marido convertido en un guiñapo, con 22 kilos menos. Les dijeron que todo estaba a punto de resolverse pero a los 2 meses volvió la policía, esta vez con una orden de expulsión para Elvira, quien tuvo que salir inmediatamente hacia Berlín. En la víspera de la partida de Elvira, Alí le entregó los originales de su libro, Los juncos resplandecidos, Décimas al Vietnam Heroico y Mártir, y le pidió que se los hiciera llegar a su familia, encargo que ella cumplió ocultando las cuartillas en su ropa, porque no le dejaron sacar absolutamente nada de su casa. Tuvo que salir con lo puesto.
Al día siguiente, la policía golpeó a la puerta otra vez. No hizo preguntas. Sabía que venían a llevárselo.
"Sin tomar en cuenta", como diría posteriormente en un testimonio ofrecido a Amnistía Internacional (en 1979), "el terrible estado físico en que me encontraba debido al tratamiento recibido en la prisión, los 22 kilos que había perdido en aquel año de retención, que tenía el cuerpo lleno de llagas y que sufría hemorragias". Entonces comenzó un largo juicio donde salieron a relucir las cartas que había enviado a sus camaradas y familiares. Lo acusaron de ser agente de la CIA y, cuando convocaron a los cubanos que vivían en Pyongyang para que testificaran en el juicio, -esto lo declara su hermana Nelly- los cubanos confirmaron que, efectivamente, Alí Lameda era espía de la CIA y que había hablado mal del gobierno y de Kim Il-Sung.
Sin libros ni nada con qué escribir
Sentenciado a 20 años de trabajos forzados, Alí Lameda fue conducido a una cárcel que quedaba a 3 horas de Pyongyang; y lo arrojaron a una celda de castigo en un campo de prisioneros donde estuvo esposado por 3 semanas y durmió en el piso sin cobija ni ningún tipo de lecho, en temperaturas heladas. Transferido a las edificaciones del campo de prisioneros, fue encerrado en celdas sin calefacción, sufrió congelación de los pies y se le cayeron las uñas. Por los guardias supo que se encontraba en el campo de concentración de Sariwon, donde entre 6.000 y 8.000 prisioneros trabajaban 12 horas diarias ensamblando partes de jeeps.
Un médico le dijo a Lameda que él estaba en una sección especial del campo donde estaban retenidas 1.200 personas enfermas, lo que no le ahorró sucesivos simulacros de fusilamiento. Nunca se le permitió ningún tipo de comunicación, ni llegó a recibir una sola carta de sus familiares o amigos.
Jamás le permitieron tener un libro ni papel y lápiz para escribir. Y la comida consistía en un tazón de sopa y un poco de arroz al día.
Para no volverse loco ni aplastarse la cabeza contra un muro, aquel hombre de inmensa vitalidad, buen humor, bromista permanente, hermano y amigo afectuoso, escritor asombrosamente prolífico, se dio a componer sonetos (la rima es el mejor recurso nemotécnico), que repetía sin cesar para no olvidarlos. Así escribió mentalmente El viajero enlutado, que contiene más de un centenar de sonetos.
¿Qué pasaba en Caracas?
Mientras Lameda estaba en libertad, en Pyongyang, enviaba muchas cartas y tarjetas a su familia, única forma de contacto, puesto que jamás pudieron hacerlo por vía telefónica. Ya sus hermanos y cuñados sabían que algo raro ocurría porque en una carta, previa a su encarcelamiento (cuando cesaron por completo las comunicaciones) Lameda se quejaba de no recibir respuesta, a pesar de que su familia contestaba puntualmente la correspondencia.
Es por eso que al detenerse el flujo, sus familiares se inquietaron y comenzaron a pedir información sobre él.
Elvira Tanzer ignoraba lo que había pasado porque ella salió de Pyongyang con la promesa de las autoridades de que su marido se reuniría pronto con ella. Un día, Carlos Díaz Sosa, esposo de Nelly Lameda, recibió una carta del artista venezolano Juvenal Ravelo, entonces residenciado en París, donde le dice que en los medios latinoamericanos de Europa se comentaba que Alí estaba preso en Corea del Norte.
Entonces comenzó el intenso periplo de Carlos Díaz Sosa, primero para obtener información acerca de su cuñado y luego para procurar su liberación.
Sería un camino tortuoso, regado de decepciones y muchas veces de desesperanza. Lo primero que hizo fue acudir a las embajadas de Corea
Un comunista rescatado por la democracia
A lo largo de los años muchas teorías se han tejido en torno al encarcelamiento de Alí Lameda. Poco después de ser liberado, el escritor caroreño dio unas declaraciones que nunca más repetiría. En ellas aseguró que había sido una víctima indirecta de la decisión del Partido Comunista de Venezuela de ir a la pacificación, una medida no aceptada por sus pares de Cuba, Corea y Albania. Habló, asimismo, de quienes pudiendo mediar para mejorar su situación, le dieron la espalda
El escritor regresó a Venezuela casi dos años después de salir en libertad
A mediados del año 1974, los carceleros de Alí Lameda vienen a buscarlo a su celda para llevarlo a la enfermería. No le sorprendió y ya no le importaba. Se estaba muriendo. Había perdido toda esperanza en el éxito de lo que suponía habrían sido los movimientos de las masas del mundo comunista para sacarlo del infierno norcoreano.
Ignoraba que no estaba solo. La democracia venezolana lo había tomado como cuestión de honor para sentarse a la mesa de las negociaciones con los embajadores de Kim Il-Sung que habían comenzado a venir a Venezuela en procura del establecimiento de relaciones diplomáticas y que, en cada encuentro, recibían la misma advertencia: "comenzaremos a hablar cuando nos devuelvan al venezolano que tienen preso en su país".
-¿Es una piedra en la vía del tren?, preguntó el segundo embajador que vino con ese encargo.
-Exactamente -le contestó el canciller del gobierno de Caldera, Efraín Schacht Aristiguieta, quien se tomó al asunto como una prioridad de Estado.
Y lo mismo harían el presidente Carlos Andrés Pérez y su canciller, el larense Ramón Escovar Salom.
El 27 septiembre de 1974, Alí Lameda salió de la enfermería de la prisión y salió con destino a Moscú. Pocos días después llegó a Rumania, cuyo mandatario Nikolai Ceausesco había atendido la solicitud hecha por el presidente Carlos Andrés Pérez, en una visita del rumano a Caracas, de pedir a Kim Il-Sung la libertad de Lameda.
A su llegada a Bucarest, el poeta recién liberado tuvo que firmar una carta donde juraba que el calamitoso estado de salud que presentaba y las marcas de las torturas eran producto del cautiverio en una cárcel venezolana. A los dos días de estar en Bucarest, llegó su cuñado, Carlos Díaz Sosa.
Tendrían pocas horas para ponerse al día, porque Díaz Sosa recibió del gobierno rumano un permiso por sólo 48 horas de permanencia en ese país, en las que estuvo siempre escoltado por un funcionario policial.
El 30 de diciembre de 1974, Lameda se fue a Londres, donde vivía su hermana Nelly, su cuñado y los hijos de la pareja. Y el 13 de febrero de 1975, viajó a Berlín, por invitación de funcionarios del gobierno de Alemania Oriental (la RDA) para recibir atención médica por una seria dolencia en la pierna izquierda, ocasionada por las inclemencias de la cárcel y de los inviernos que debió soportar sin calefacción ni abrigo. Al llegar Berlín se encontró con un peloteo burocrático: nadie sabía de la invitación ni mucho menos de la fecha de su ingreso al hospital.
Exasperado por la situación, Lameda se trasladó a Alemania Occidental e inmediatamente su enfermedad hizo crisis; y el 24 de febrero de 1975 tuvo que ser llevado en brazos de amigos a una clínica privada, donde, el 14 de marzo, se le hizo una intervención quirúrgica en la columna, con excelentes resultados. Estaba convaleciente en su habitación cuando recibió una llamada de la Cancillería de Venezuela, donde se le informaría que su país se haría responsable de todos sus gastos médicos.
-¿Alí? -dijo la voz en el auricular-.
Te habla Ramón Escovar Salom -¡Pirujo! -le contestó Lameda, con voz temblorosa y recordando el sobrenombre que los muy íntimos le dan al entonces ministro de Relaciones Exteriores de Pérez.
Venezuela, provincia de Cuba
En abril de 1975, cuando el ex presidiario estuvo suficientemente restablecido, ocurrió algo singular:sostuvo una entrevista periodística con el infatigable luchador por su causa, Carlos Díaz Sosa, en la que el poeta haría declaraciones que nunca más repetiría.
Al ser interrogado por los motivos de su detención, Lameda reveló que había sido víctima indirecta de la decisión del Partido Comunista de Venezuela de ir a la pacificación, puesto que esta opción del Comité central del PCV fue respetada por todos los partidos comunistas del mundo, menos los de Cuba, Corea y Albania. Su prisión había sido, pues, una manera de cobrarse esa medida del PCV. Y Fidel Castro no movió un dedo para agenciar su excarcelación o mejorar las condiciones de su retención.
"Cuando en 1967 fui detenido en Corea", dijo Alí Lameda, en entrevista publicada por este diario el 20 de abril de 1975, "la dirección del Partido Comunista de Cuba, por boca de su primer secretario, había condenado y estigmatizado a la dirección del PCV, acusándola de traidora, reformista y pusilánime, y de haber vendido suciamente la revolución venezolana. Con esto se inició una soez y gigantesca balumba de insultos y anatemas contra los dirigentes comunistas de Venezuela, a quienes se les acusó, incluso, de haberse apropiado de no sé cuántos millones de dólares (obtenidos como ganga y limosna en varios países socialistas, entre ellos Cuba) y de haberse convertido en agente a sueldo del imperialismo yanqui. Para algunos dirigentes de Cuba, Venezuela era una especie de provincia cubana donde había que repetir a toda costa la revolución que ya triunfara en la isla".
Cuando el periodista (Carlos Díaz Sosa) le pregunta cuál era el punto crucial de la disputa, Alí Lameda le responde que: "El punto crucial del asunto giraba en torno a la vía armada o a la vía pacífica.
Los compañeros coreanos, cuyo país para entonces contaba con una sola representación diplomática en América latina: Cuba, y mantenía excelentes relaciones con el gobierno y el Partido Comunista de ese país, se hizo eco de esa campaña.
[... ] El hecho de que todas las diligencias que hiciera el PCV ante el gobierno de Corea pidiendo que le diesen al menos información sobre mí no tuvieron éxito alguno, prueba que la dirección del Partido del Trabajo de Corea se sumaba a la posición de los dirigentes comunistas de Cuba, condenando también lo que a los ojos de éstos era una traición del Comité Central del PCV a la revolución venezolana e internacional".
-Esa situación -refrenda el periodista Díaz Sosa- fue mencionada a lo largo de todo el juicio, razón que asiste a Lameda para sostener que "el juicio contra mí vino a ser también un juicio al PCV y su posición política de aquella lamentable época".
Si Castro hubiera movido un dedo
En esa misma entrevista, Alí Lameda dice: "Es claro que si Fidel Castro, cuyo espíritu generoso, justiciero y humanitario le reconocen incluso muchos de sus enemigos políticos, hubiese hecho alguna intervención por mí ante las autoridades de Corea del Norte, donde su influencia es muy grande, mi situación habría mejorado enseguida.
Pero yo tal vez no tuve suerte. La dirección del Partido Comunista de Cuba había roto en 1967 con la dirección del PCV y una campaña furibunda se desató en Cuba contra los dirigentes comunistas venezolanos.
En esta febril, muérgana, venenosa y virulenta campaña se afirmaba que muchos dirigentes marxistas de la revolución venezolana, como Jesús Farías, Pompeyo Márquez, Eduardo Gallegos Mancera, Guillermo García Ponce, Eloy Torres, Teodoro Petkoff, Argelia Laya, etc., habían traicionado la revolución convirtiéndose en muy bien retribuidos agentes imperialistas de la CIA, y era necesario ajustar cuentas con ellos y destruirlos.
Esta sucia y fangosa ola de calumnias me alcanzó a mí en la ergástula donde me consumía".
Al referirse a Alejo Carpentier, Lameda diría: "Tú mismo, Carlos, conoces muy bien la manera estúpida y despótica como reaccionó ese figurón gálico, tras una vistosa mesa Luis XV. Y desde el rojo chaleco de su nuevo, mejor pagado y más elegante oportunismo, cuando se logró finalmente hablar con él, a objeto de que hiciese una intervención, que se limitaba a un simple y humanísimo ruego: que él escribiese al embajador de Cuba en Corea del Norte preguntándole si yo estaba o no preso. La ruda, breve y seca explicación que dio Carpentier, como negativa a realizar tan fácil diligencia, fue la de que, siete u ocho años atrás el Gobierno de Venezuela había roto sus relaciones con el gobierno de Cuba, y él, como ministro consejero de su país en Francia, no tenía nada que hacer ni por qué ocuparse de la suerte de un venezolano preso en un país socialista. Alejo Carpentier me conocía lo suficiente para saber que yo no tenía ninguna relación con el gobierno venezolano de entonces. En mi caso se trataba de un escritor comunista, preso por varios años en un país socialista, y del cual no se sabía nada. [... ] Lo que se le pedía a Carpentier no iba a comprometer ni sus tabacos ni sus polveras. Alejo Carpentier olvidaba lo que fuera mi buena y dadivosa patria venezolana para él. Olvidaba que allí encontró generosa y permanente acogida. Que Venezuela le dio buen y fácil trabajo de qué vivir, comer, beber y vestir bien, y gozar de respeto, cariño, mesa y cama holgadas, alabanzas y otros deleites…" .
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