Una de las tragedias de un país, es que sus mandatarios, jefes de Estado y de gobierno, confundan el ego de su personalidad y sus particulares intereses de riqueza y de poder, con los intereses de su población.
El poderío de un país no se mide por la cantidad de armas que tenga, sino por la calidad de vida de su gente. Un gobernante que no sepa eso, no puede comprender absolutamente nada de las ecuaciones geopolíticas. Pero, lamentablemente, la fiebre ideológica no deja ver la realidad al voluntarista que cree en su forma particular de ver las cosas, creyendo que va a arrastrar a todo un país a sus caprichos ególatras o megalomaníacos en detrimento de la vida de sus compatriotas.
Los días del "destino manifiesto" para las naciones llegó a su final. Ya las banderas nacional socialistas demostraron palmariamente en el pasado que sólo eran señal de atraso, mediante las cuales se acentuaban las diferencias entre grupos poblacionales para generar exclusión, violencia y expropiaciones a los emprendedores, empresarios, comerciantes y sector productivo que constituían los motores de la economía, para fundamentar en el delito el empoderamiento de las elites ideológicas y militaristas insurgentes. De esa manera, se generaban guerras cuyo resultado siempre ha sido la pobreza, la exterminación, el sacrificio de millones de vidas humanas. Así Stalin eliminó a 18 millones de personas en su afán de construir una Unión Soviética "poderosa"; Mao eliminó a 25 millones de chinos para forzar su "revolución cultural" y mantuvo a la nación más poblada de la Tierra en una pobreza secular, de la cual hoy está saliendo gracias el emprendimiento del capital de sus habitantes; Hitler hizo otro tanto con 6 millones de judíos y "minorías" étnicas. Lo que une a los tiranos de toda la Historia, es su perfil común de ser resentidos sociales que usaron la máscara de las ideologías para disfrazar su odio a la sociedad que luego alimentó su ataque feroz contra el sector productivo de cada una de esas naciones, a los que identificaron como "fuerzas del mal" que ellos contradictoriamente encarnaban. En lugar de expandir la prosperidad de pocos a toda la población, optaron por exterminarla.
Lo lamentable para Venezuela, es que la elite gobernante en nuestro país piense lo mismo que esos tiranos, y que además se vanaglorie de eso, manejándole el carro a Saddam Hussein, dándole la espada de Bolívar a Gadafi, creyendo que los venezolanos suscribimos esas acciones, que por cierto, ninguna encuestadora se ha propuesto evaluar seriamente. La política exterior de un país debe ser cónsona con el espíritu de su pueblo. Y lejos del espíritu y alma del pueblo venezolano, se encuentra la identidad con el terrorismo, con el narcotráfico, con la guerra venga de donde venga.
El poderío de un país no lo miden las armas, sino el respeto a la vida y la promoción de su calidad y desarrollo. El poderío de un país radica en el respeto a los derechos humanos, en que mantenga silenciadas a las armas para que hablen en libertad sus ciudadanos y no al contrario. Una administración gubernamental que soslaye los altos índices de criminalidad y no haga nada por contenerla, y crea que con dádivas y neveras va a pagar por la vida de los más pobres y exculpar su irresponsabilidad, es una administración que debe ser sustituida por el pueblo en un ejercicio soberano de su decoro y autoestima.
El poderío de un país no se mide por la cantidad de armas que tenga, sino por la calidad de vida de su gente. Un gobernante que no sepa eso, no puede comprender absolutamente nada de las ecuaciones geopolíticas. Pero, lamentablemente, la fiebre ideológica no deja ver la realidad al voluntarista que cree en su forma particular de ver las cosas, creyendo que va a arrastrar a todo un país a sus caprichos ególatras o megalomaníacos en detrimento de la vida de sus compatriotas.
Los días del "destino manifiesto" para las naciones llegó a su final. Ya las banderas nacional socialistas demostraron palmariamente en el pasado que sólo eran señal de atraso, mediante las cuales se acentuaban las diferencias entre grupos poblacionales para generar exclusión, violencia y expropiaciones a los emprendedores, empresarios, comerciantes y sector productivo que constituían los motores de la economía, para fundamentar en el delito el empoderamiento de las elites ideológicas y militaristas insurgentes. De esa manera, se generaban guerras cuyo resultado siempre ha sido la pobreza, la exterminación, el sacrificio de millones de vidas humanas. Así Stalin eliminó a 18 millones de personas en su afán de construir una Unión Soviética "poderosa"; Mao eliminó a 25 millones de chinos para forzar su "revolución cultural" y mantuvo a la nación más poblada de la Tierra en una pobreza secular, de la cual hoy está saliendo gracias el emprendimiento del capital de sus habitantes; Hitler hizo otro tanto con 6 millones de judíos y "minorías" étnicas. Lo que une a los tiranos de toda la Historia, es su perfil común de ser resentidos sociales que usaron la máscara de las ideologías para disfrazar su odio a la sociedad que luego alimentó su ataque feroz contra el sector productivo de cada una de esas naciones, a los que identificaron como "fuerzas del mal" que ellos contradictoriamente encarnaban. En lugar de expandir la prosperidad de pocos a toda la población, optaron por exterminarla.
Lo lamentable para Venezuela, es que la elite gobernante en nuestro país piense lo mismo que esos tiranos, y que además se vanaglorie de eso, manejándole el carro a Saddam Hussein, dándole la espada de Bolívar a Gadafi, creyendo que los venezolanos suscribimos esas acciones, que por cierto, ninguna encuestadora se ha propuesto evaluar seriamente. La política exterior de un país debe ser cónsona con el espíritu de su pueblo. Y lejos del espíritu y alma del pueblo venezolano, se encuentra la identidad con el terrorismo, con el narcotráfico, con la guerra venga de donde venga.
El poderío de un país no lo miden las armas, sino el respeto a la vida y la promoción de su calidad y desarrollo. El poderío de un país radica en el respeto a los derechos humanos, en que mantenga silenciadas a las armas para que hablen en libertad sus ciudadanos y no al contrario. Una administración gubernamental que soslaye los altos índices de criminalidad y no haga nada por contenerla, y crea que con dádivas y neveras va a pagar por la vida de los más pobres y exculpar su irresponsabilidad, es una administración que debe ser sustituida por el pueblo en un ejercicio soberano de su decoro y autoestima.
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