Nadie con un mínimo de sensatez puede negar
que el liderazgo ejercido por Hugo Chávez en Venezuela posee proporciones
históricas. Si bien el presidente construyó su preeminencia buscando el apoyo
de un sector del país mientras confrontaba con otra importante porción de este,
es indudable que la impronta de Chávez alcanzó a trascender el estilo
contencioso y grupal de su gestión para adquirir una condición social y en
ocasiones cultural.
El fallecimiento de Chávez en el poder, con
todo lo que ello implica de homenajes, reconocimiento de propios y extraños y
un acentuado culto a la personalidad, ha potenciado al máximo su sombra sobre
la sociedad venezolana. Pero a estas alturas del análisis es necesario
reconocer dos circunstancias:
Primera: al no ser consensual su liderazgo,
el legado de Chávez como líder pasó a pertenecer a una parte de la sociedad,
quizás un poco mayor que la mitad, por ahora. Mientras que otra porción, tal
vez un poco menor que la mitad, lo observa con rechazo -y hasta con odio, en
menor medida-, sentimientos que se están potenciando por el uso abusivo que la
élite chavista hace de su cuerpo con propósitos enteramente electorales. El
futuro de ese legado y liderazgo queda, en este contexto, muy incierto, y
dependerá de los resultados de las duras batallas políticas que le esperan a
nuestro país en los próximos años, entre las cuales la elección del 14-A es
apenas un episodio.
Segunda: el vacío que deja la ausencia de un
líder de tal potencia resulta muy difícil de llenar para sus seguidores,
quienes en este caso no están representados por el país entero sino por la
facción levemente mayoritaria que lo apoya. El chavismo ha quedado literalmente
huérfano de liderazgo y en el intento desesperado por construirle un reemplazo
–urgencia amplificada por la proximidad de una nueva contienda electoral- no
han encontrado un mejor camino que arroparse con el manto del fallecido, lo
cual les podría servir para ganar la nueva elección pero les produce una
irremediable disminución del reemplazante. Resultan patéticos los esfuerzos de
Maduro para forzar una identificación suya con el fallecido, literalmente está
diciendo que la victoria del 14-A será del Comandante e incluso está llamando a
votar por Hugo Chávez. Pase lo que pase el 14-A, Nicolás no se va a recuperar
más nunca de esta minusvalía autoinflingida.
En cambio, la otra mitad del país no
confronta ningún vacío de liderazgo. Por el contrario, el estupendo desempeño
de su candidato en la pasada campaña electoral le facilitó plenamente la
escogencia de su representante para esta nueva contienda. El enorme crecimiento
de Henrique Capriles ante el desigual desafío que debió asumir en 2012, su
temprano y gallardo reconocimiento de la derrota y su hazaña de resistir con
éxito la feroz acometida del oficialismo contra la gobernación de Miranda, le
han permitido consolidar una figura respetada y admirada por sus seguidores y
por no pocos de sus adversarios. Desde octubre de 2012 Capriles ha aprendido
una enormidad; lo demostró con creces en su comparecencia dominical en
televisión. Hablo de liderazgo, no de fuerza partidista ni de cantidad de votos
en una elección.
Es posible que a Maduro le alcance hasta el
14 de abril la sofisticada operación de transferencia de poder diseñada en La
Habana y ejecutada con helvética precisión hasta el momento.
Pero ante el vacío
dejado por el liderago de Chávez, ya Venezuela tiene un poderoso líder de
reemplazo y ese no está ya en las filas del chavismo. Es Henrique Capriles
Radonski, quien ocupará esa posición por los próximos años, no importa el
resultado de la elección del 14-A. No olvidemos que, luego del desenlace fatal
del presidente, esta historia se rebobinó y apenas recomienza.
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