Del caso Honduras se derivan varias lecciones que debemos resaltar. Ante nuestros atónitos ojos se levanta un pequeño país que se niega a entregar su dignidad y su soberanía y recibe a cambio condenas internacionales, congelación de sus bienes y ultimátum que ofenden su independencia como nación. Y uno se pregunta qué derecho asiste a la OEA, desacreditada y maltrecha como está por traspiés continuados y una dirección acomodaticia, para acosar a un país que aplica su Constitución cuando acaba de recibir en su seno a otro que lleva 50 años tiranizando a su pueblo?
La OEA se ha colocado del lado de los forajidos del continente, de los que diseñan toda una arquitectura legal, divorciada del espíritu de sus Constituciones, para criminalizar a la disidencia, confiscar la voluntad popular a través del fraude electoral y desvirtuar su manifestación cuando pisan sobre lo votado para restar poder a los legítimos o imponer lo rechazado. Esto ocurre en las narices de la OEA y de sus miembros, hoy por hoy más representantes de sus cúpulas sordas y ajenas que de sus pueblos y sus democracias.
La OEA, el FMI, el BM y todos aquellos que hoy se agavillan para protagonizar esta obscena cayapa representan la más acabada de las formas de intervencionismo, ilegitimo y descarado contra una nación que resolvió hacer valer su legalidad, aunque quien la violentara fuera el propio Presidente de la República. Insólito asistir a esta tragedia que pone de relieve el hecho de que siendo, lastimosamente por la parte que nos toca, el único país que se ha atrevido a poner en riesgo su frágil existencia con tal de no aceptar colonialismos de vetustas y fracasadas ideologías, reciba semejante trato de lo que cada vez suena más irónico llamar “comunidad internacional”. Resulta que todo aquello por lo cual dice quebrar lanzas esa diplomacia de papel, tiene ahora escena y práctica en Honduras, pero la reacción en su contra prueba la urgencia de revisar esas burocracias inoperantes, verdaderos paquidermos destroza-vitrinas que, como la OEA, consumen chorros de dólares sin producir una sola gratificación a la única instancia a la cual se deben: las democracias americanas.
Los hondureños están haciendo las cosas “by their book”, el único manual que deben observar. Ningún organismo internacional puede pretender colocarse por encima de las Constituciones de cada país. Es obvio que si los hondureños no se lo permitieron a su Presidente, menos se lo permitirán a una cofradía de ellos desesperados por curase en salud: a simple vista se nota que cada uno se retrata en Zelaya, deseosos como están de mantenerse el poder, idear manera de cambiar sus Constituciones para garantizarlo y restringir convenientemente la vigilancia sobre sus gestiones.
La firmeza y unicidad con que han actuado los hondureños indica una madurez democrática e institucional que da envidia. Los poderes funcionaron y Monsieur Montesquieu debe estar muy satisfecho, dondequiera que se encuentre. Revela igualmente que pensaron mucho el paso que darían, sopesaron las consecuencias y resolvieron enfrentarlas. El respaldo popular que indudablemente se aprecia a través de los reportajes, da cuenta de que están más allá del punto de no retorno. No retornará Zelaya como no volverán sobre sus pasos quienes han tenido el coraje de conducir este episodio soberano de la historia hondureña. Si recularon, pero los facinerosos, quienes a pesar de la complicidad de la OEA, arrugaron, no van a Honduras. No va Zelaya, ni Correa, ni la Kirshner. Ella iba por hacerle el favor a un Chávez que, una vez más, mató al tigre y se asustó con las rayas. Ese pequeño país le está ganando la partida a la chequera imperialista, hegemónica y oligarca del autócrata venezolano, que ya ha cobrado la estima de varios gobiernos muy arrellanados en las butacas de la OEA. El coraje de Honduras es el espejo de la desfachatez de la OEA, el descrédito de la erudición de tanto analista internacional, de la condición de demócratas de tanto jefe de Estado con rodillas flácidas, de tanto “imperio” hecho de plastilina y, sin duda, de tanto medio de comunicación que a la hora de las chiquitas le falta tinta y batería para denunciar la satrapía y defender al libertad que tanto cacarean cuando la mar no está picada.
La institucionalidad hondureña está tan armada como la revolución de Chávez, pero con los cañones de sus leyes. Sin disparar un tiro, sin que Zelaya presente ni un moretón, han salido de él, los militares regresaron a sus cuarteles y la civilidad conduce a Honduras a unas elecciones de las cuales saldrá el gobernante que regirá un destino que cualquier otro, de seguro, pensara dos veces el aventurarse a torcer.
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