Preocupa Honduras y preocupa la democracia
AUNQUE A MUCHOS FASTIDIABA por sus inconstitucionales deseos de mantenerse en el poder, nadie habría imaginado que Manuel Zelaya, presidente electo de Honduras, pudiese ser depuesto a la vieja usanza latinoamericana de los golpes de Estado que se tomaban el poder por la fuerza y arrojaban por la borda años de lenta y valiosa consolidación democrática.
Tras el fatídico golpe, en momentos en que Zelaya llegaba al final de su mandato, asediado por el mal comportamiento de la economía y enemistado con los sectores más tradicionales de su país, en razón a la excesiva cercanía del presidente venezolano Hugo Chávez, el Congreso encargó a Roberto Micheletti en calidad de presidente interino. Tan pronto éste asumió el poder nombró un gobierno de transición con el que espera gobernar hasta el día de las siguientes elecciones, en noviembre, y no tuvo reparos en afirmar que el ejército de su país fue “benévolo” con el presidente depuesto, de quien dijo debería permanecer en prisión “por los delitos cometidos en diferentes circunstancias”.
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Golpe contra el chavismo
El domingo pasado estaba convocado un golpe de Estado en Tegucigalpa. En un país como Honduras, de densidad democrática débil y legalidad de celofán, los poderes transitan sobre el alambre, en riesgo permanente de desplomarse sobre sí mismos. El presidente hondureño, Manuel Zelaya, del partido liberal, que como su nombre indica practica la libertad de explotación, es el último en la ya larga nómina de jefes de Estado latinoamericanos que consideran que un solo mandato —el no “reeleccionismo”— priva injustamente al pueblo de la repetición de gobernante, de ordinario él que padece esa preocupación.
La limitación a un solo período presidencial tiene un excelente pedigrí en América Latina. Porfirio Díaz se hizo elegir siete veces presidente de México y gobernó más de tres décadas hasta 1910, y como él otros muchos convirtieron sus mandatos en tiranías corruptas y oligárquicas. Más o menos asegurada la democracia en los últimos 20 años, los presidentes latinoamericanos parecía como si ya se sintieran legitimados para pedir más cancha.
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