Con un tubo de ventilación en la garganta, los ojos desorbitados y el corazón sostenido a más de ciento ochenta pulsaciones, mi hermano morocho se debatía entre la vida y la muerte, cuando aun era muy joven, con menos de treinta años. Aquel cuarto de terapia intensiva, de la Clínica Loira, vibraba con cada esfuerzo de sus intentos respiratorios. Era un seco y largo ronquido que lo amarraba a este mundo. Fue una larga noche de miedo. Cada respiración parecía la última. Hace casi treinta años de ese evento. El salió adelante bajo la mano conductora de un medico de nombre Fedor Vilachá, que manejó su lechina y consecuente neumonía que casi le despidió de la vida. Nunca olvidé ese nombre, nunca más supe de él.
Mi primera mirada a la prensa de hoy relata la muerte del hijo de Fedor Vilachá, un estudiante de cuarto año de medicina -siguiendo los pasos de su padre- que asesinaron en un intento de robarle su carro. El cuento es muy cruel. El huye y en la huida estrella su carro, del que se baja moribundo para que uno de sus asesinos lo rematara con un tiro en la sien. Esta imagen no se ha retirado de mi mente en estas últimas horas. Me duele por dentro del alma.
Allá queda el dolor de un padre, dedicado a salvar vidas, con su trabajo diario en el Hospital de Los Magallanes de Catia. Sus declaraciones, por demás serenas, son un silencioso grito que reclama de esta sociedad un cambio urgente que impida que sigamos perdiendo a nuestros hijos:”El país hay que volverlo a hacer, reconstruirlo por los cuatro costados, sin ánimos de venganza ni de retaliaciones. No me anima ningún sentimiento de animadversión ni de resentimiento. Nuestro dolor es igual al de otros venezolanos ante este estado de cosas terribles, pero se necesita el concurso de todos para rehacer a Venezuela”. Hay que ser medico y tutearse todos los días con la muerte para asumir esa perdida con tanta serenidad. Hay que ser un hombre integro para no convertir ese evento en un desencadenante de odio. Ahora lo admiro más.
Ese es el gran tema. Tenemos que rehacer a Venezuela. Tenemos todos esa obligación; los que conservamos a nuestros hijos, los que ya los perdieron y los que pierden el sueño todos las noches que nuestros hijos están por llegar. Este es el país que recibimos de nuestros antepasados y que hemos dejado llegar a estos extremos. Este es el país que está permitiendo que se pierdan sus hijos, algunos de ellos exilados, buscando futuro en otras latitudes y otros con sus ilusiones enterradas debajo de tierra muy fresca. Ya basta Venezuela, son nuestros hijos los que mueren.
Esta sociedad está reclamando paz, distinta a la que vimos ayer en las propias puertas del organismo que legisla nuestras vidas. Guardias nacionales y legisladores usando una violencia única contra ciudadanos que reclaman derechos. Esta es la violencia génesis de la violencia que mata nuestros hijos, que enseña un camino desviado a nuestros jóvenes que deberían estar entregando su aporte para construir éste país.
Éste es otro muerto de un presidente y de un gobierno de irresponsables que no sólo permite que un país llegue a estos extremos sino alienta con sus acciones una desmedida violencia que llega cada día más cerca de nuestros amados hijos. Ya basta Venezuela, me duele el alma.
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