Sólo una minoría de nuestra población, lleva la hoz y el martillo tatuados en la frente, son los que aferrados a los multimillonarios salarios que devenga su complicidad, no les importa la destrucción de la República. También están, los codiciosos, que por seguir llenando sus alforjas con el dinero público, felices les venden el alma al comunismo. El resto lo rechaza… se niega a transitar por la senda que corrompe… que degrada… y repudia la obscena violación al mandato constitucional, que propugna: la democracia, la libertad, la vida, la justicia y el pluralismo político. Le angustia, que esa minúscula parte de la población, se imponga por la trampa y por el fraude; que la afilada hoz comunista corte su libre albedrío y lo someta a los horrores de una ideología extraña a su idiosincrasia.
En la geografía “revolucionaria”, no encontramos el árbol de la vida, nos topamos con el de “tres raíces” podridas en el fango infamante de traiciones, de engaños y mentiras. Tropezamos con montañas de despotismos y abusos de poder; con lagunas putrefactas de corrupción y servilismos, con mares rojos de violencias y... desiertos de ética, de conocimientos y saberes. Sin embargo, a esa geografía un río la atraviesa y saliendo torrentoso de su lecho de miedo, impedirá un futuro de sombras.
Pacífico y libérrimo, el venezolano rehúsa el horror en el que han vivido los cubanos. Se imagina una Venezuela, sin “revolucionarios” resentidos, guapetones, buscarruidos, irrespetuosos de la Ley Suprema. Un país, en el que la dama de la balanza, sea ciega y cumpla el noble oficio de impartir justicia. Un Poder Legislativo, que legisle en beneficio del pueblo, que controle al gobierno, a la Administración Pública y vele por la autonomía de los Estados. Un Organismo Electoral, legítimo, transparente y consciente, de sus altos deberes y responsabilidades. Un Poder Ejecutivo, que no utilice la mentira, el engaño, la burla, el cinismo y las trampas, como instrumentos de autoridad y de poder. Que después de haber dilapidado una fortuna, no nos sorprenda con crisis hidroeléctricas, con contenedores de medicinas y alimentos putrefactos y que entienda que un mandatario no tiene: corona, cetro, ni trono, que él no es otra cosa, que un servidor de sus mandantes.
El venezolano no tiene alma de esclavo, sin embargo… a principios del siglo pasado, un puñado de talentosos jóvenes, se entusiasmaron con la revolución bolchevique, se contagiaron con el sarampión rojo y se alimentaron con la doctrina Marxista. Lo mismo, la generación de los sesenta, que se dejó arrastrar por las garras envenenadas de Fidel Castro, imponiendo la violencia en contra del proyecto democrático de Betancourt.
Tarde se decepcionarían, de los crímenes y del fracaso económico que llevó a la hambruna y a la muerte a los “rescatados” del despotismo de los Zares y de la dictadura de Batista. Luego vendría lo definitivo, la caída de aquel Muro que escondía una historia maloliente de sangre, de miserias y fracasos. Con el derrumbe, sanaría la erupción febril por la ideología marxista-leninista. Lamentablemente, veintitrés años después de la desaparición de la muralla, la obsesión de Fidel Castro por el petróleo venezolano y la ambición e inmadurez de un aprendiz de gobernante, convocaron a los resentidos y a los vagos del continente, a resucitar a un muerto.
Hombres de la talla intelectual y humana, de un Gustavo Machado, de un Miguel Otero Silva, de un Eduardo Gallegos Mancera y de tantos otros, no lograron con sus luces, honestidad y moral, convencer al pueblo de las “bondades” del comunismo. ¿Cómo entonces podrán hacerlo, los que hoy carecen de esas cualidades? ¿Los enemigos de la intelectualidad, de estudiantes y de obreros, a los que les han arrebatado sus conquistas laborales?
Lo cierto es, que nos acostumbramos a cambiar de presidente cada lustro y ha sido verdaderamente una tortura, que por medios nada transparentes, con zancadillas “judiciales electorales y legales”, se nos impusiera uno por trece largos años y que además… engolosinado con el Poder, esté intentando apelar al comunismo para permanecer en él.
Myriam Obadía
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