3/1/11

UN TRÁGICO BALANCE

En el comienzo de una nueva década de nuestra existencia como Nación, salir de este régimen es la primera obligación de lo que resta en activo de nuestra democracia. Unidos estudiantes y trabajadores, profesionales y técnicos, empresarios, intelectuales, amas de casa, iglesias y todo el tejido aún vivo y sano de la Nación, debemos dar un paso al frente y ponerle un fin a esta tragedia. Dios y los hombres nos asistan.
Antonio Sánchez García
1999-2011
UN TRÁGICO BALANCE
PRIMERA PARTE


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No es necesario recurrir a ejemplos históricos para contrastar lo que otros hombres lograron en la mitad del tiempo que nos lleva gobernando, para concluir que el teniente coronel Hugo Chávez ha sido uno de los demagogos más perniciosos e incompetentes de América Latina y, sin duda, el político más devastador que hayamos tenido en nuestra historia.

El de Hitler es un auténtico paradigma. Después de emerger de la nada y apoderarse del insignificante Partido Obrero Alemán, de extrema derecha, en 1928 logra el 2.5 % de los votos en las elecciones para el Reichstag. Cuando empujado por la grave crisis de excepción que se vive en las postrimerías de la República de Weimar accede al poder el 30 de enero de 1933 no cuenta con la mayoría ciudadana. Aún en 1939, seis años después, no contaba con el respaldo unánime de su pueblo. Pero entonces no existía posiblemente un solo alemán que no estuviera deslumbrado por sus notables éxitos, que lo habían convertido, en tan solo 20 años, de ser un bohemio y vagabundo absolutamente desconocido en el hombre más poderoso del planeta.

En esos seis años, la mitad del mandato de quien ha llevado Venezuela al abismo, había reunificado a la dividida y enconada sociedad alemana. Hasta entonces consumida por la grave crisis económica, social y política derivada del colapso financiero mundial de 1929, endeudada y humillada por los firmantes del Pacto de Versailles, al borde de la guerra civil y sometida a crueles enfrentamientos entre comunistas, socialistas, conservadores y nacionalsocialistas. En sólo seis años, había conformado una gran Nación alemana, recuperando espacios y territorios que le fueran arrebatados a raíz de la derrota de 1918 e integrado a toda la nacionalidad germana en un pujante conglomerado con un esperanzado y deslumbrante destino histórico. Había resuelto de raíz el grave problema del paro, que heredara en 1933 con seis millones de cesantes. Había reconstruido su economía, rearmado a su país, reconstruido y modernizado sus ejércitos, construido la más extensa red de autopistas y carreteras y puesto a Alemania en la temida vanguardia de las naciones más poderosas del planeta. Como lo señalan sus más prestigiosos biógrafos – Joachim Fest o Sebastian Haffner entre ellos – si la muerte lo hubiera sacado del juego luego de esos seis años de gobierno, en 1939, ese año crucial de la historia universal, Hitler hubiera pasado a la posteridad como uno de los más grandes estadistas alemanes y europeos de todos los tiempos.

Faltaba la segunda parte de su obra que echó por tierra todos esos logros, arrastró a Alemania a la peor derrota de su historia y puso a su país al borde de la disolución: sus últimos y catastróficos seis años, los del delirio sanguinario, el Holocausto y el Apocalipsis de la más devastadora guerra vivida por el hombre.

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En el otro extremo y treinta años después, tras estos mismos 12 años de gobierno luego del derrocamiento de Salvador Allende, en Chile el general Augusto Pinochet, que heredara un país hundido en la más grave crisis existencial de su historia, había reestructurado el aparato de Estado, consolidado el orden social y refundado la economía chilena sobre nuevas bases. Permitiendo el despegue de una economía que había heredado en la ruina más absoluta y abriendo perspectivas para la integración de la economía y la sociedad chilena en el proceso mundial de globalización. Precisamente los mismos logros que pusieron de manifiesto la necesidad de ponerle fin a su dictadura, convertida a partir de ese punto en un obstáculo para el desarrollo nacional. Es cuando su salida del Poder se convierte en una necesidad histórica, abriendo camino a la extraordinaria obra fundacional de la Concertación Nacional.

Son ejemplos extremos y ciertamente aborrecibles, que en absoluto debemos considerar paradigmas, pero que sirven para medir, comparativamente, el estruendoso fracaso de uno de los más notables y acuciosos procesos de automutilación y destrucción emprendidos nunca en América Latina en dos siglos de historia republicana. Ni Hitler ni Pinochet contaron con las materias primas y la gigantesca riqueza financiera con que ha contado este gobierno. Heredaron ruinas y construyeron grandes naciones. Con talento, con imaginación, con una laboriosidad incansable y particularmente con una auténtica devoción por el destino nacional de sus pueblos. La historia, así los haya repudiado, no puede negar sus logros, obtenidos, es cierto, gracias a la feroz represión y el desprecio a los más profundos e inviolables derechos humanos.

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No es el caso, este sí paradigmático, de gobiernos ejemplarmente democráticos y civilistas, como los de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Rafael Caldera, ejemplos los más notables, directos e irrebatibles de lo que tres estadistas, venezolanos cultos y responsables, con sentido patriótico y un profundo orgullo nacional, pudieron realizar en esos mismos 12 años de gobierno. En medio de graves dificultades económicas, de criminales atentados insurreccionales de las derechas y las izquierdas venezolanas, bajo la presión de la injerencia armada de la Cuba castrista y en lucha permanente por lograr y consolidar la estabilidad nacional.

En estos mismos doce años – entre 1959 y 1971 - estos gobiernos electrificaron el país, construyeron grandes represas, armaron la vialidad de la Venezuela moderna, construyeron hospitales, carreteras, desarrollaron la salud pública, la seguridad y la educación en todos sus niveles hasta pasar de tres a más de cien universidades nacionales. Con una de las obras de alfabetización y escolaridad más notables conocidas en América Latina. Tómese, si se prefiere otro ejemplo cercano, los dos gobiernos de Carlos Andrés Pérez, que ni siquiera pudieron ser completados por acción del golpismo cívico militar y la comparación es tan abrumadora que ni siquiera es necesario mencionar más de dos o tres logros: la nacionalización del petróleo y la creación de PDVSA, la nacionalización del hierro, el Plan de Becas Gran Mariscal de Ayacucho, el sistema de Orquestas Sinfónicas juveniles Simón Bolívar, la Editorial Monteavila y la Biblioteca Ayacucho, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imbert, etc., etc.. etc.


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No son, desde luego, los únicos ejemplos que podemos exhibir respecto de nuestra capacidad gerencial: diez años dura en total la dictadura de Pérez Jiménez: de 1948 a 1958. Con obras tan deslumbrantes como la Ciudad Universitaria – patrimonio arquitectónico de la Humanidad -, la autopista Caracas La Guaira, la construcción de los primeros rascacielos caraqueños, ciudades vacacionales y espléndidas soluciones habitacionales para erradicar la marginalidad. Otros diez años – 1935 a 1945- permiten la transición del gomecismo a la revolución de Octubre. ¿Quién puede negar los logros en el orden político, institucional, social, cultural y económico de esos veinte años de historia venezolana? ¿Quién desmentir el empuje recibido por la democratización del país durante los tres años de la Junta Revolucionaria de Gobierno? Con sus vaivenes, sus quiebres institucionales y sus espasmos, todos dichos períodos constituyen una suma de progreso y bienestar para el país y una sumatoria de indudable modernización nacional.

Valga destacar que ninguno de los períodos reseñados tuvo a su favor los gigantescos recursos financieros, la suma de poder político, la concentración de Poder de que ha disfrutado el teniente coronel Hugo Chávez en estos 12 años de gobierno. Un billón de dólares – un millón de veces un millón de dólares de ingresos petroleros, más los recursos obtenidos por el fisco a través de sus diversos mecanismos de captación de riqueza. ¿Cómo explicar sino con nuestra insólita ineficiencia gubernativa que el 2010 cierre para nuestra caotizada economía con una deuda externa e interna de más de 170 mil millones de dólares, la infraestructura por los suelos, la marginalidad, la inseguridad y la miseria a las más altas cotas de pobreza? Todos los poderes del Estado sometidos a su omnímoda voluntad. Las fuerzas armadas arrodilladas. Los partidos desmantelados, los trabajadores huérfanos de organizaciones de defensa de sus derechos, la Asamblea Nacional al irrestricto servicio de sus caprichos, los órganos de justicia convertidos en meros instrumentos de la persecución y el castigo procesal a la disidencia. Y por si todo eso fuera poco: el silencio y/o la complicidad de la comunidad internacional, más atenta al logro de sus intereses y beneficios que a la cautela de los valores institucionales y democráticos de una Nación que no han visto más que como incauta proveedora de beneficios materiales.

¿Qué se puede esperar del responsable por esta tragedia que no sea la ruina más absoluta y la destrucción más cabal de la Nación? Como en efecto: tras doce años de gobierno el balance no puede ser más trágico y devastador: la ruina del aparato productivo, la permanente amenaza de desaparición que pende sobre el sector industrial y agropecuario que sobrevive a duras penas, la permanente caída de nuestro PIB, inflación y cesantía endémicas, dependencia brutal de las importaciones, 150 mil asesinatos, la cruenta división de la familia venezolana y la permanente amenaza de la guerra civil y el establecimiento de un régimen totalitario.

Quien llevado por su patológica egolatría y su enfermiza y desmesurada ambición de poder ha dividido a la Nación, sembrando el odio y la discordia, sin dejar a cambio una sola obra perdurable, sacrificando incluso nuestra soberanía como Nación a cambio de mecanismos de blindaje de su poder absoluto, debe enfrentar el trágico balance de sus actos y dar cuenta ante la historia de sus desastres. Asumiendo las debidas consecuencias. Es un imperativo categórico ponerle un fin definitivo a una obra de destrucción y barbarie que atenta contra nuestra esencia como Nación. En el comienzo de una nueva década de nuestra existencia como Nación, salir de este régimen es la primera obligación de lo que resta en activo de nuestra democracia. Unidos estudiantes y trabajadores, profesionales y técnicos, empresarios, intelectuales, amas de casa, iglesias y todo el tejido aún vivo y sano de la Nación, debemos dar un paso al frente y ponerle un fin a esta tragedia.

Dios y los hombres nos asistan.

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