Las autoridades cubanas han retirado la acreditación de prensa al corresponsal de EL PAÍS, Mauricio Vicent, quien no podrá seguir enviando crónicas desde la isla. Hace apenas unas semanas, el Gobierno de Teherán hacía otro tanto con Ángeles Espinosa, también corresponsal de este diario, a quien, además, expulsó de Irán. Las acusaciones de parcialidad contra ambos corresponsales son enteramente falsas, y solo revelan que La Habana, por un lado, y Teherán, por otro, desean que los medios de comunicación actúen como sumisos altavoces de los discursos oficiales, no como testigos de la realidad.
Pese a la distancia geográfica e ideológica entre estos dos regímenes, ambos han coincidido en el punto que mejor revela su naturaleza autoritaria: la voluntad de cercenar la libertad de prensa para, a continuación, imponer como única verdad las consignas de su propaganda. En nombre de Dios o de la revolución socialista, unas y otras autoridades están pretendiendo privar a quienes se interesan por los asuntos de Irán o de Cuba de una información veraz y contrastada, que es lo mismo de lo que privan a sus propios ciudadanos para mejor sojuzgarlos. Tanto hacia dentro de sus países, como hacia fuera, están tratando de tapar el sol con un dedo.
Los de EL PAÍS no son los primeros corresponsales que expulsa una dictadura; ni siquiera son los primeros que han expulsado las de Cuba e Irán en su ya dilatada historia de represión. Por eso es fácil conocer de antemano el resultado del atropello cometido. Cuando ambos regímenes sean un mal sueño, como lo acabarán siendo más pronto que tarde, el hecho de haber recibido la orden de callar será un motivo de orgullo para quienes, como los dos corresponsales de EL PAÍS, se han ocupado de dar cuenta de la realidad. Y, al mismo tiempo, esa orden será un acta de acusación adicional contra los dirigentes que la han decidido y los burócratas que la han ejecutado.
Tras medio siglo de revolución, los dirigentes cubanos no pueden seguir buscando fuera las responsabilidades del fracaso político, económico y social al que han precipitado a la isla, ni tampoco seguir persiguiendo como delito cualquier crítica interna. Y lo mismo sucede con la revolución iraní, cuyo propósito de someter la sociedad a la voluntad de unos ayatolás que usan el islam como coartada solo ha dado como resultado una esquizofrénica escisión entre la vida pública, ridícula de puro hipócrita y artificial, y la vida privada, en la que los iraníes dan curso a los anhelos que comparten con los hombres y mujeres de cualquier lugar del mundo.
Con el veto a los corresponsales de EL PAÍS, La Habana y Teherán imaginan haber realizado un gesto de fuerza. Más bien, han puesto de relieve su debilidad. Porque cuando un régimen político percibe la verdad como amenaza es porque la mentira sobre la que se asienta tiene el tiempo contado. En Cuba e Irán la cuenta atrás sigue imparable, por más atropellos que puedan cometer todavía sus Gobiernos.
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