Antonio Sánchez García
RECORDANDO EL 4 DE FEBRERO
¿QUE 20 AÑOS NO ES NADA?
A CAP, in memoriam
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A 20 años del Putch de la cervecería del 8 de noviembre de 1923, que sacara del anonimato a un camorrista político de nacionalidad austríaca llamado Adolph Hitler, un ultraderechista delirante y racista hasta la médula, sus principales ambiciones se habían cumplido. Salido de la nada, vagabundo y casi mendigo alojándose en los hospicios para indigentes del Múnich de la primera post guerra, se había hecho con el Poder de la República de Weimar en pocos meses, había arrodillado a la clase política alemana, a muchos de cuyos miembros había encarcelado, encerrado en campos de concentración, empujado al destierro o directamente asesinado, se había metido en el bolsillo a sus aristocráticas y tradicionalistas fuerzas armadas, tenía comiendo en la palma de su mano al empresariado alemán de poderosos financistas y grandes industriales, había iniciado el más insólito y afiebrado proceso de exterminio de millones y millones de judíos y dominaba Europa del Atlántico a los Urales. Desatando la conflagración más gigantesca de la historia humana. Ese atorrante de 1919 había llegado a ser en 1943, sin lugar a dudas, el hombre más poderoso y más temido del planeta.
Todo lo cual lo había logrado en apenas diez años. Pues procesado y amnistiado a los dos años de cumplir condena por el golpe de estado cervecero, fue puesto en libertad en 1925 para terminar de ser llamado a presidir el gobierno de Hindenburg el 30 de enero de 1933. A los dos meses provocó el incendio del Reichstag y dictó de inmediato las leyes que derogaron la vigencia de los derechos constitucionales y lo convirtieron en el amo y señor absoluto de la derrotada Alemania. Decidió gobernar por decreto, bajo un permanente estado de excepción. Y mediante el terror policial del Estado y la barbarie de la hoy llamada justicia del horror logró someter a la otrora culta y civilizada sociedad alemana a sus designios totalitarios. El sueño inalcanzable de todo dictador.
Es unánime la opinión según la cual, de haber sofrenado sus instintos depredatorios, de haber sabido limitar su inútil y gratuito furor asesino contra el pueblo judío y de haberse limitado a dominar Europa y no pretender asaltar el planeta, Hitler hubiera podido sobrevivir a su Apocalipsis y hubiera llegado a ser considerado el más grande de los genios políticos europeos. El segundo Napoleón. Si Fidel Castro, cuya maldad asesina no le queda en zaga y sus ambiciones de dominio planetario no son menores – es claro: sin otro poder que el de una miserable balsa de piedra náufraga en medio del Caribe – ha vivido más de 52 años de poder absoluto, y lo más insólito: en medio del respeto de la izquierda y de parte de la derecha mundial, ¿por qué Hitler no habría podido vivir hasta 1983 o más acá, si la biología se lo permitía?
Guardando las debidas distancias y proporciones: Hitler, Castro y Chávez ven la luz en medio de sendos golpes de Estado, tratados por la alcahuetería del establecimiento como huéspedes ilustres en prisiones que compitieron por tratarlos como turistas de hoteles 5 estrellas, para terminar amnistiados a los dos años por la babosería claudicante y menesterosa de sus odiados liberalismos. Hitler murió incinerado como castigo por su insólita osadía. Castro morirá, sin la menor duda, en su cama. Enterrado en medio de imponentes funerales de Estado y la asistencia de presidentes o enviados especiales de casi todas las cancillerías democráticas del hemisferio. ¿Y Hugo Chávez?
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Jamás se sabrá si el trío de marras salvó de la muerte por una insólita casualidad del destino o si, tahúres en el manejo de los dados de Dios, supieron sacarle el cuerpo a las balas. Cuando la derrengada marcha de golpistas y holgazanes encabezados por Hitler se aproximaba al río Isar y recibió la andanada de artillería de las tropas leales al régimen democrático de Múnich, cayeron mortalmente heridos algunos de sus más cercanos acompañantes. Él salvó milagrosamente con leves heridas. Suficientes para darle el aura de la heroicidad pero no para segarle la vida. Fidel Castro tuvo a buen recaudo no participar en las acciones directas que empujaron a la muerte a sus compinches cuando el asalto al Cuartel Moncada. Luego la absurda clemencia de su odiado enemigo le perdonó el crimen, para daño irrecusable de su Patria. Aún más: mientras decenas de los 82 hombres que le acompañaban morían en el desembarco próximo a la Playa Las Coloradas, próximo a la Sierra Maestra, él, su hermano Raúl, el Ché y Almeyda sobrevivían para pavimentar el camino al Poder. En cuanto a Chávez, no es ningún secreto que preparó el golpe de estado del 4 de febrero de 1992, pero se cuidó de estar lejos de los enfrentamientos, ocultándose en el Museo Militar de La Planicie. Su pellejo ante todo.
El trío de marras anunció hasta en sus más mínimos detalles la barbarie que se traía entre manos: asaltar el Poder, aplastar toda oposición, freír las cabezas de sus oponentes o gasificar a quienes consideraran sus mortales enemigos. Lo que en lugar de aterrorizar y prevenir a sus adversarios, les granjeó una aplastante simpatía. Pues los tres criminales, dotados del instinto carroñero de las hienas, supieron comprender en un instante del estado de inopia, de putrefacción, de decadencia en que se encontraban los guardianes de la institucionalidad democrática. Mostrando los colmillos y gruñendo sus amenazas desarmaron a sus enemigos y cautivaron a las masas anhelantes de venganza. Ningún otro asalto al poder encontró las puertas más abiertas y sus guardianes más dispuestos a abrírselas que el del fascismo y el comunismo. No fue distinto en el caso de Venezuela. Había caída gangrenada en su esencia moral.
Cuando Hitler es llamado por Hindenburg, ya ha pasado la ola de respaldo electoral de que disfrutara en años anteriores. No alcanza a la tercera parte del electorado. Conservadores y socialistas, católicos y protestantes habían perdido, sin embargo, toda vitalidad y todo empuje. Y toda conciencia histórica. Miopes y catalépticos se le entregaron ansiosos de hacerse ellos mismos, a su través, con el poder sirviéndose de la violencia criminal y asesina de las hordas nazis, jurando que se meterían al ridículo y estrambótico caporal austriaco con dos pases de habilidosas componendas en el bolsillo de sus chalecos. Craso error.
El congreso cubano cayó rendido ante el idealismo del joven abogado Fidel Castro Ruz, conmovido por su emotiva autodefensa. No advirtieron sus protectores que el admirador de Hitler, de Perón y de Primo de Rivera se había apoderado de la más famosa sentencia de la autodefensa de Hitler desde la prisión de Landsberg – “la historia me absolverá” – para anunciar que bajo la manga de su uniforme de presidiario escondía el puñal de la traición. Sólo su cuñado, Rafael Diaz-Balart, que lo conocía como a la palma de su mano, supo prevenir contra la tiranía absoluta a que aspiraba el esposo de su hermana Mirtha. Negándose a dar su voto a la insólita amnistía que le abría el camino al poder totalitario que ya cumple 52 años.
3
¿Quién duda hoy, cuando se cumplen 20 años del golpe de Estado que descerrajó la Caja de Pandora de nuestras taras fundacionales, que las instituciones se encontraban gangrenadas como para que un chambón y miserable cuartelazo arrasara con cuarenta años de esfuerzos democráticos? De las universidades a las iglesias y desde los cuarteles a los partidos políticos, ninguna institución estaba verdaderamente blindada contra los cantos de sirena del asalto totalitario. Las Fuerzas Armadas, columna vertebral de la defensa de nuestra soberanía, habían perdido toda ética institucional: hervían de corrupción y golpismo. Lejos, muy lejos estaba la integridad institucional que las hiciera el principal baluarte contra la invasión del comunismo cubano de los años sesenta y setenta.
Los partidos vivían la etapa más menguada de su existencia. Acción Democrática se consumía en el despecho porque no mangoneaba al gobernante de turno. Y prefería verlo defenestrado que ir en su auxilio. ¿Olvidaremos que expulsó de sus filas al gobernante en apuros? Nadie comprendió el proyecto modernizador que CAP, a medias ciego y a medias vidente, pretendía llevar a cabo. Manipuladores de oficio y capataces analfabetas nariceaban al que fuera el príncipe maquiavélico de Rómulo Betancourt. COPEI era una caricatura del partido fundado en los 40, y su fundador no pensaba en otra cosa que en derrocar a Pérez y montarse en el coroto. El MAS se apagaba antes de haberse iluminado. La llama de la democracia encendida en los años de combate contra Pérez Jiménez hacía años que se había extinguido.
Nada refleja mejor el estado de decadencia de nuestras universidades que los rectores de la UCV.
Basta mencionarlos: Edmundo Chirinos, Luis Fuenmayor Toro, Simón Muñoz, Trino Alcides Díaz. Que uno de ellos esté encarcelado por asesino y el otro enjuiciado por pederastia, lo dice todo. Que el pervertido y asesino psiquiatra Chirinos fuera el psicólogo del golpista y su familia, releva de pruebas.
Si Hitler sube al Poder en medio de la decadencia del Berlín de la Opera de 3 centavos y Fidel entre los champañazos del Tropicana, Chávez entra a Miraflores en la oscura Caracas de Por Estas Calles, convertida en best seller por RCTV, principal víctima propiciatoria del totalitarismo mediático del régimen. Triste y muy decadente parangón, del que no salimos bien parados. Pero exactamente como Hitler y Fidel Castro, Chávez tampoco conquistó el Poder: lo recogió del basurero.
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