Hugo
Chávez no asistió a la Cumbre de las Américas que se celebró en
Colombia este fin de semana. Viajó, en cambio, a Cuba para someterse a
otra ronda de tratamiento contra el cáncer. Con cada nuevo ciclo de
radioterapia, parece más y más probable que, dentro de muy poco,
Venezuela entre en la era post-Chávez, aun si el autócrata de izquierda
gana la reelección en octubre.
Antes
de considerar el peor de los casos posibles, vale la pena examinar cómo
sería una transición ideal a la democracia. En un mundo perfecto, el
candidato de oposición Henrique Capriles resultaría victorioso en las
próximas elecciones presidenciales y lograría asumir el cargo. Como
presidente, Capriles se dedicaría entonces a restaurar la independencia e
integridad de instituciones como el poder judicial, la asamblea
nacional y la policía federal. Revocaría, además, las desastrosas
medidas económicas que han ahuyentado a los inversores extranjeros,
paralizado a la empresa privada y desencadenado una inflación galopante.
Dentro del ejército, Capriles haría una purga de oficiales corruptos
implicados en el tráfico de drogas. También desmantelaría la Milicia
Bolivariana, la fuerza civil paramilitar que se ha transformado en una
especie de Guardia Pretoriana de Chávez. Capriles pondría fin a la
acumulación de armas, financiada por Rusia, que amenaza con provocar una
carrera armamentista en América del Sur. Pondría fin también a los
convenios de suministro de gasolina y a la cooperación financiera que
han hecho de Caracas uno de los más importantes soportes económicos de
Teherán. Tomaría además medidas drásticas contra las organizaciones
terroristas que operan en Venezuela con el apoyo de Irán. Capriles
revisaría al menos (y, deseablemente, cancelaría) los acuerdos de
“petróleo por préstamos” que Chávez firmó con China. (Pedro Burelli,
antiguo funcionario de la compañía petrolera estatal venezolana, declaró
al Wall Street Journal que esos acuerdos representan una
“doble ganancia para China y para el gobierno de Chávez pero no para
Venezuela o para PDVSA”, la compañía estatal de energía). Finalmente,
Capriles “des-cubanizaría” las fuerzas armadas y otras instituciones del
estado que en los últimos años han sufrido un influjo de “consejeros”
comunistas procedentes de la Habana. (En febrero de 2010, un artículo
publicado en El Economista informaba que en ese momento había
en Venezuela un buen número de funcionarios cubanos que “asistían al
gobierno en la administración de los puertos, las telecomunicaciones, la
capacitación policial, la expedición de documentos de identidad y el
registro de empresas”.)
Desafortunadamente,
nadie, ni siquiera los observadores más optimistas, espera que ocurra
todo esto. Es, sin duda, alentador que la oposición venezolana se haya
aunado alrededor de un líder carismático que goza de una impresionante
popularidad entre las clases pobres y trabajadoras. Pero Capriles y, con
él, la restauración de la democracia venezolana, enfrentan obstáculos
gigantescos[IA1]
Para
empezar, independientemente de que Chávez sobreviva más allá del día de
las elecciones, es posible que el régimen gobernante no esté dispuesto a
aceptar una derrota en las urnas. En efecto, las autoridades
venezolanas podrían manipular el voto en contra de Capriles, del mismo
modo que los funcionarios iraníes robaron la elección presidencial de su
país en 2009 para mantener en el poder a Mahmoud Ahmadinejad. Como
señalaba un cuidadoso editorial de Bloomberg News la semana pasada, Adán
Chávez, hermano del presidente y gobernador del estado Barinas, “ha
hablado sombríamente de la necesidad de la ‘lucha armada’ para mantener
al gobierno actual en el poder”, y el ministro de defensa venezolano
Henry Rangel Silva “ha dicho que el ejercito no reconocerá una victoria
de la oposición”. Por eso mismo, “aun si Capriles, contra toda
expectativa, consiguiera derrotar al todavía popular Chávez, su
investidura no es un hecho seguro”.
Y
¿qué ocurriría si Caracas robara la elección y los venezolanos
respondieran llenando las calles con manifestaciones de protesta? ¿Haría
el régimen lo mismo que hizo el gobierno de Irán en 2009? ¿Estaría
dispuesto a producir un baño de sangre semejante al de la plaza
Tiananmen? Y, en ese caso, ¿obedecerían las fuerzas armadas y de
seguridad las órdenes del gobierno de masacrar a los manifestantes? Y
¿qué si el ejército y la policía se niegan a ejecutar esas órdenes?
¿Llamaría Chávez —o algún otro dirigente venezolano— a su Milicia
Bolivariana para que lleve a cabo la tarea? Y si la milicia comenzara a
matar a civiles, ¿cómo respondería el ejército? ¿Terminarían el ejército
y la Milicia Bolivariana enfrentándose violentamente uno contra la
otra? Y ¿qué harían los hermanos Castro? ¿Estarían dispuestos a dejar
que se derrumbase el régimen de Chávez, aun si eso significara la
posible pérdida de los masivos subsidios energéticos de Venezuela que
han estado manteniendo a flote su esclerótica dictadura?
Estas
son cuestiones profundamente inquietantes. Chávez ha creado un volátil
barril de pólvora que está listo para explotar si se dan ciertas
condiciones. Y, además, ha transformado a Venezuela en un satélite de
Irán, lo que complica aun más las cosas. Como observó recientemente el Miami Herald, “Chávez ha convertido a su país en sede central del espionaje iraní en el Hemisferio Occidental”.
Y
queda aun la cuestión de la complicidad de Venezuela en el tráfico
hemisférico de drogas. El general Rangel y otros altos oficiales del
ejército (incluidos los generales Cliver Alcalá y Hugo Carvajal) han
sido sancionados ya por el Departamento del Tesoro estadounidense por su
conexión con bandas de narcotraficantes. Entre tanto, Walid Makled, el
capo de la cocaína que se encuentra actualmente sometido a juicio en
Venezuela, declaró que había docenas de generales venezolanos y
funcionarios del régimen implicados en su negocio de drogas. Esos
funcionarios quieren obviamente evitar que se los lleve a juicio por sus
delitos y sin duda temen (con razón) que un gobierno democrático
post-Chávez trataría de detenerlos. Esto les da mayor motivo para
colaborar en el robo de las elecciones de 2012 o para montar un golpe
que asegure que Chávez o sus leales seguidores seguirán en el poder.
Si
sumamos todo esto, lo que nos queda es una situación peligrosamente
explosiva. La muerte de Chávez o la victoria electoral de Capriles le
daría a Venezuela la oportunidad histórica de reparar el daño político y
económico de la última década. Pero la amenaza de caos y violencia es,
desafortunadamente, bien real.
El embajador Jaime Daremblum es el director del Centro de Estudios de América Latina del Instituto Hudson.
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