La
parte más compleja de la herencia que dejará Hugo Chávez son las
relaciones entre Venezuela y Cuba. Las que hoy existen están montadas
desde una extraña subordinación emocional, política e ideológica del
líder bolivariano a Fidel Castro y no responden a los intereses o a las
preferencias de los venezolanos.
Encuesta
tras encuesta, más del 82% de los venezolanos (lo que quiere decir que
muchos son chavistas) responden que no desean que en su país se instale
un modelo político similar al cubano. Presumiblemente, un porcentaje
parecido tampoco está de acuerdo en que se continúe subsidiando con
miles de millones de dólares el terco e improductivo colectivismo
implantado por los Castro.
¿Por
qué Chávez convirtió a Venezuela en el financista a fondo perdido de
Cuba? Las razones son varias, pero la más importante es que el teniente
coronel encontró en Fidel Castro una suerte de guía espiritual y
político que le indicaba lo que tenía que hacer, y cómo y cuándo debía
llevarlo a cabo. Fidel era su gurú, su padre moral, su protector contra
los peligros que lo acechaban en Venezuela y que en abril del 2002
estuvieron a punto de costarle el poder y la vida.
Fidel,
además, lo dotó de una visión compatible con el marxismo y de una épica
misión internacionalista que lo clavaría para siempre en la historia:
derrotar a Estados Unidos y enterrar el capitalismo. Con la sabiduría de
Fidel, enriquecida por tres décadas de aprendizaje de la santa madre
soviética, más la impetuosa juventud de Chávez, unida a su caudaloso río
de petrodólares, los dos triunfarían en la tarea de salvar al mundo,
traidoramente abandonada por la URSS.
¿Cuánto
valía para Chávez ese protectorado ideológico, estratégico, policíaco,
tan diferente al poco fiable universo de sus propios colaboradores,
generalmente corruptos y potencialmente desleales? Valía todo lo que
Fidel necesitara y le pidiera. Chávez se entregó al Comandante de pies y
manos. Era su única fuente de seguridad.
Llegó
un punto en el que ambos líderes, sintonizados en el mismo delirio,
planeaban federar ambos países, y hasta crearon una comisión mixta de
juristas que comenzaron a estudiar cómo se llevaría a cabo ese proceso.
En el trayecto, Chávez, de manera creciente, fue colocándose bajo la
autoridad del habilísimo servicio de inteligencia cubano, cuerpo que le
proporcionaba informaciones sobre todos los altos oficiales y sobre sus
ministros y colaboradores cercanos.
Hoy
nadie del entorno de Chávez se atreve a hablar sin temor a los
micrófonos de La Habana. La oposición, es cierto, está controlada o
vigilada por "los cubanos", pero el cerco y el humillante acoso a los
chavistas es mucho más intenso.
Cuando
Chávez desaparezca de la escena, para cualquiera que ocupe Miraflores,
incluso si se trata de un chavista, ¿qué sentido tiene prolongar esta
relación enfermiza, montada sobre el vasallaje emocional de un líder
codependiente que ya no existirá, preocupado por controlar y espiar a su
propia clase dirigente? ¿Por qué temerle a una Metrópolis menesterosa
que vive de las dádivas de una colonia infinitamente más rica, poderosa y
sofisticada?
El
politólogo venezolano Aníbal Romero suele afirmar que los esfuerzos
internacionalistas del castrismo siempre han terminado por fracasar. Las
guerrillas castristas, a veces dirigidas por los propios cubanos,
fueron derrotadas en toda América Latina en la década de los sesenta,
setenta y ochenta. Apenas triunfaron en Nicaragua, paradójicamente
ayudadas por los gobiernos de Venezuela y Costa Rica, pero sólo para
perder el poder una década más tarde en unos comicios democráticos.
El
peruano Velasco Alvarado, el panameño Noriega, el chileno Allende,
gobernantes afines a La Habana, fueron desalojados del poder sin que
Cuba pudiera evitarlo. Angola y Etiopía hoy tienen regímenes totalmente
alejados del modelo comunista originalmente ayudado a implantar con
sangre cubana. ¿Quién ha dicho que la influencia castrista puede
conservarse en Venezuela tras la muerte de Chávez? ¿Por qué? ¿Para qué? Cuba se especializa en perder. Esa ha sido su historia.
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