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“Su último abril” Por: Rafael Poleo



Su último abril
Escrito por Péndulo de Rafael PoleoMartes 08 de Mayo de 2012 05:21
Hugo, aquel muchacho flaco y animoso que hace dieciocho años, recién salido él de la cárcel, me visitaba en mi oficina de El Nuevo País, ha aceptado que pronto ha de morir. ¡Dieciocho años! ¡Casi decir veinte! De ellos, dieciséis los he gastado en combatirlo, tres en la tristísima condición de expatriado, que ni sé cuántos faltan. Y no cualquiera dieciséis, sino las últimas monedas que van quedando en mi bolsillo existencial, las gasté tratando de impedir que fuera definitivo ese desastre.
Y no obstante eso, a pesar de su rendición implícita en esa mención suya de su último abril, no puedo sentirme contento. Porque no es Hugo quien ha fracasado. Es mi pobre patria obtusa, incompetente, inhábil, malpoblada por gente de baja moral y pésimo criterio, pueblo estupidizado en deporte y cerveza, clase dirigente inculta y absentista. Malamadre de malos hijos y, sin embargo, la única que tengo. Madre, por alguna recóndita razón, irremplazable.
Para ella he vivido, sin darme apenas cuenta sino ahora, cuando también me acerco –sin prisa, eso sí…pero me acerco-, al cruce del velo que para Hugo es próximo. Desde la ventana frente a la cual escribo en una de esas ciudades sin conocer las cuales no se comprende bien la civilización, veo pasar gente modesta de naciones que ya sufrieron lo sufrible: alemanes, estadounidenses, escandinavos. Son obreros con acceso a la luz. Lo que hubiéramos querido ser cuando en tiempos de Pérez Jiménez –a quien combatimos más de lo merecido-, Betancourt, Leoni, el primer Caldera, ayudábamos a levantar una hermosa democracia burguesa, sí, ¡burguesa, Hugo!, que quiere decir civilizada, justa, decente, hasta elegante, con esa elegancia que es la elegancia real, la de la conducta. Con presidentes respetuosos de sí mismos y de sus compatriotas, con ciudadanos conscientes de sus derechos, los cuales ejercen con naturalidad, sin estridencia, como hacen uso de sus manos para acariciar a quienes aman y de sus pies para ir adonde quieren.
De esos hablábamos cuando eras el muchacho flaco que me visitaba en mi taller de artesano de periódicos. Una vez, ya siendo presidente, me pediste, frente a los dueños de medios poderosos que trataron de adularte y tuviste el valor de no aceptarlo, que habláramos de nuevo. Pero no te creí. Un embajador de Estados Unidos me pidió que lo hiciera, que ellos sabían que tú me respetabas. Le contesté que ya no había caso, que Fidel te había sorbido el seso. La Fosforito, ella tan implacable, me lo pidió un día en que de buena fe le describí lo mal que iban las cosas: "¿Por qué no le dices eso a Hugo?". Lucas Rincón y su cuñado Landis –entre los dos, más de la mitad de las fuerzas armadas-, me pidieron que lo hiciera, poco antes de "La cual aceptó". Frente a ellos llamé a José Vicente, quien siempre me decía que querías hablar conmigo, para decirle que quizás era hora. Después del susto, cuando lloraste en una celda, me llamaste para decirme lo mismo, que debíamos hablar. Pero nunca lo hicimos. Quizás fue mi culpa. Quizás mi modestia era soberbia.
En todo caso, ya estamos al final de este capítulo. Simplemente vas a morir. Yo no seré capaz de celebrarlo. Lo que estoy es tristísimo, casi como de llanto, por esta pobre patria nuestra que no sabe lo que hace. Como tú no lo has sabido, como me temo tampoco yo lo supe, tan torpes unos como otros, más conscientes de nuestro propio prestigio –o, peor aún, de los caudales, como si las mortajas las hicieran con bolsillos-, que de construir una nación.
Lo que nos queda es no hacer el daño final de permitir que la soberbia y la codicia impidan la reconciliación de esta patria dividida. Eso quieren los sucesores tuyos que esperan tu tránsito para arrojarse sobre el botín, y los demócratas presuntos que se frotan las manos ante la perspectiva de un regreso al pillaje impune. De mí te sé decir que haré lo que convenga a la paz, aunque me odien los guerreros de butaca que piden venganza pero no fueron capaces ni siquiera de fatigarse en una marcha.
Ah… La Ley de Trabajo te quedó muy buena. Es mentira que las empresas no puedan dar más a sus trabajadores. Pura sucia codicia. El error es la inamovilidad convertida en petrificación, que acuna zánganos, cierra el paso a gente de trabajo y no deja crear empleo. Lástima que no te atreviste a darle esa patada a la lata.
Total, buen viaje, muchacho. Espero que San Pedro te comprenda tan bien como te he comprendido yo. No escupiré sobre tu tumba ni te recordaré como mi enemigo.
Ahora voy a llorar un poco. Sólo un poco, que los viejos lloramos para adentro.

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