Son cerca
de las siete de la mañana, el tráfico en la ciudad se intensifica, una regia camionetota, cuyo costo
es equivalente a 5.000 salarios mínimos, se detiene en el semáforo y el
conductor, con el celular en la oreja, mira hacia los lados y “se
come” la luz roja a toda velocidad - para él el semáforo es un
asunto de si viene o no viene carro - no ha comprendido que es una norma
de tránsito de obligatorio cumplimiento que protege el derecho
ajeno, y además, no percibe que quien es capaz de violar una norma
también tendrá la falta de escrúpulos suficientes para irrespetar
la ley – para un ser de moral modular cualquier crimen será posible, su
única preocupación será que no lo descubran, el pecado está en ser
descubierto - y reflexiono: Si esa es la actitud de las élites,
qué oportunidad puede tener la escuela o la familia en combatir
la anomia que nos mantiene en el subsuelo de la civilización.
Se supone
que un individuo que ha logrado una destacada posición económica posea la
cultura necesaria para entender que es observado por la masa y sus actitudes
sociales serán imitadas. La conducta del sujeto que señalo me confirma una dolorosa
realidad: En la actualidad la holgura económica – con las minúsculas
excepciones de rigor mortis – no provienen del esfuerzo sostenido en el empeño
por la superación, que debe ser integral y con el espacio necesario para ir
dando paso a la formación, sino que es una forma delictiva de riqueza
instantánea que por necesidad de
notoriedad impulsa el abuso y la prepotencia.
notoriedad impulsa el abuso y la prepotencia.
Obviando
que un hombre adinerado inculto siempre será una grosera mula lanzando patadas
al aire. Eso explica la desesperada búsqueda del poder que caracteriza a estos
sujetos, y que corrompe el fin último de la riqueza como expresión de libertad
por el trabajo, el estudio y la responsabilidad.
La ignorancia considera que el dinero concede poder para abusar, sobajar, transgredir, lo que explica la fragilidad de la honestidad en el ejercicio de los cargos públicos que se solicitan con la finalidad de enriquecerse rápidamente: “Pónganme donde haiga”. Y aquí el meollo chavista de nuestra desastrosa actualidad, sin quitarle méritos en el asunto al pasado, aunque jamás ningún gobernante había premiado la incondicionalidad con la impunidad que ha lanzado por las calles de la patria legión de abusadores – incultos por definición - provistos de los últimos modelos de lujuria automotriz – Hummer y aproximaciones se tornan prótesis de la personalidad minusválida – cuya estridencia ha acabado con la cordialidad ciudadana.
Quienes
explican el “fenómeno Chávez” por los vericuetos de la devoción
religiosa, desconocen la fuerza que en la realidad anima a ese importante
sector poblacional al que Chávez deslumbró por la codicia. Son estos sujetos
quienes han generado el clima de hostilidad que afecta nuestras principales ciudades,
en las cuales la cortesía, la gentileza, la civilidad han desaparecido para dar paso al revanchismo
cuartelario del franela – o chaqueta haute couture - colorá, pivotado en los
reales mal habidos.
Acceso a
los beneficios y artilugios de la modernidad sin cultura de uso: La imagen del negro Antonio sobre el plasma
de 48”. Violar las disposiciones de tránsito con la camionetota
como droga que le alivia el complejo de inferioridad. Atender el costoso
Iphone en medio del concierto. Escandalizar con la rasca monumental
en el apacible restaurant familiar. La chabacanería con la
chequera en el bolsillo de la camisa y el dedo de menear el güisqui 18 años
en las profundidades de la nariz.
¿Qué
falló…?
Si
consideramos que la modernidad llegó a Venezuela a la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, y con ella la
masificación de la escolaridad, ¿cómo es posible que nuestra
sociedad esté repleta de abusadores, delincuentes y amorales? Los especialistas
hablan de “pérdida” de valores – en realidad no se han
“perdido” sino que ahora son enunciativos – pero en verdad la crisis es
cultural:
La
incultura barbariza las relaciones humanas, impone la violencia como ley y
elige gobernantes por las apetencias personales, que destruyen todo lo que tocan.
La incultura derribó todo vestigio de sentido común e impuso la prisa como actitud, lo que derivó en el amor por
la parte sin el todo: Prisa por llegar a tiempo sin salir a tiempo,
por el dinero sin el trabajo, por el sexo sin el amor, por la
ostentación como demostración del éxito sin el mérito, de allí la descocada
corrupción desvergonzada, asumida ya por el pueblo como
obligatoria y reglamentaria:
Todo
funcionario público tiene el deber ineludible de ser ladrón y enrolar a su familia en el delito
contra la cosa pública – familia que roba unidad permanece unida - sino
quiere ser tildado por el pueblo como güevón, por lo que nos
llenamos de despreciables ricos instantáneos y de bolsas de basura en las aceras,
entre inflación y desempleo.
En
conclusión
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