Imposible olvidar que el populismo reinante fue incubado bajo el influjo del estatismo clientelar de nuestras élites desde la caída del gomecismo. Es hora de que la izquierda democrática venezolana, en un giro de 180º se ponga a la cabeza de la lucha contra el populismo, la estatolatría y el clientelismo. Y supere sus prejuicios anti liberales. Es el desafío que la historia le plantea.
Los conceptos, como los hombres a los que sirven, tienen su destino. Se los define, se los acerca a la realidad ilusoria o verdadera que pretenden expresar, se los ve brillar cuando consiguen calzar a la perfección con sus pretensiones teóricas, para verlos luego desfallecer, palidecer y desfigurarse hasta la caricatura. En un artículo reciente le preguntaba a mis eventuales lectores si le temían a las derechas. Intentando de paso definir, en esta particular coyuntura refundacional que vivimos los venezolanos, tan huérfanos de mentalidad, cultura, partidos y organizaciones propiamente liberales y tan renuentes a considerarlos como opciones existenciales para construir nuestro futuro, dar con una definición – sin prejuicios ni preconceptos - de lo que se considera al día de hoy ser un derechista. A saber: alguien que ante la encrucijada que vivimos antepone la libertad, la propiedad privada, la libre empresa y el mercado a la igualdad, la propiedad estatal de los medios de producción, la planificación central de la economía, un gobierno centralizado y un sistema unipartidista. Y la democracia representativa, el liberalismo y la descentralización por sobre el colectivismo y cualquier otra forma de organización política que, privilegiando el protagonismo del Estado centralizador por sobre la sociedad civil coarte el ámbito de las libertades individuales, regionales y colectivas.
Con absoluta razón, quienes profesan ideas de izquierda podrían reclamar contra esa caricaturización de derechas e izquierdas. Pues esa izquierda retratada en blanco y negro – estatista, colectivista, centralizadora y dictatorial – no corresponde a la izquierda democrática, sino a la extrema izquierda que Hugo Chávez pretende imponer para salvar lo que él considera su revolución. Y allí se marca una primera diferencia sustancial entre las derechas y las izquierdas: su inserción en el sistema socio político en que coexisten. Salvo el fascismo, que en su momento buscó construir su utopía totalitaria de la mano de Mussolini y de Hitler, las derechas son inmanentes al sistema capitalista cuya preservación defienden, dadas las circunstancias incluso con la violencia de las armas y el establecimientos de dictaduras restauradoras. Entendiendo por tales aquellas que reciben el encargo de restablecer la estabilidad estructural del sistema ante el asalto de sus destructores. No existe en el proyecto político de las derechas, ni siquiera en los de la extrema derecha, la destrucción del sistema cuyos fundamentos resguardan. Existe como nomos de su ideología y su práctica, el esfuerzo por su conservación.
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Las izquierdas, en cambio, nacen, se desarrollan y evolucionan desde la Revolución Francesa y sus hijastras del siglo XIX y XX bajo la imposición de un principio de acción antagónica al sistema socio político imperante y bajo determinaciones absolutamente abstractas e idealistas: la destrucción del sistema real y su suplantación por lo que consideran el desiderátum de su proyecto estratégico: la sociedad perfecta. Un sistema absolutamente alternativo al imperante, sin especificarse mayormente de qué utópica realidad se trata. Ser de izquierdas, originalmente y desde los tiempos del socialismo utópico, ha implicado negar absolutamente el sistema y luchar por derrocarlo, para construir en su lugar la sociedad del futuro. Un proyecto pretendidamente racional, acorde a las ideas, perfecto pero que, para su imposición, requiere de la violencia extrema de la revolución social y el asalto al Poder. Idealismo y violencia: he allí los dos elementos constitutivos de las revoluciones.
Visto en su origen, los términos derecha e izquierda son meramente topográficos y referenciales, si bien aluden desde los tiempos de la revolución francesa a los dos grande bandos en pugna de la modernidad: conservadores y contestatarios. Aún cuando sus diferencias, así pudieran desembocar en conflictos sangrientos, se dirimían en el interior del sistema. Matices que dividían a quienes asumían posiciones reaccionarias y posiciones progresistas. La presión de los tiempos indujo a atribuirle a unos y otras determinados atributos éticos y morales, incluso estéticos. A su manera, todas las democracias modernas han tendido a articular sus fuerzas políticas entre esos dos bandos, a los que se suma el centro, factor de equilibrio que pretende el consenso de las fuerzas encontradas.
Pero esas izquierdas y esas derechas – conservadoras y liberales- no tienen que ver con las derechas y las izquierdas que la evolución del capitalismo induce en las sociedades modernas. El problema surge al considerar que tras esas derechas y esas izquierdas constitutivas del establecimiento e inmanentes al sistema viene a sobreponerse la izquierda comunista, aquella que Chávez llama "la extrema izquierda", vale decir: las fuerzas subyacentes a las izquierdas que pugnan por destruir el establecimiento, apoderarse del sistema y llevar a cabo una revolución radical, extrema, que obedeciendo a un plan estratégico arrase con izquierdas y derechas inmanentes al sistema e imponga un régimen totalitario, siguiendo el paradigma soviético. Control estatal absoluto y unipartidismo. Estado policial y control ciudadano mediante una ingeniería totalitaria. A lo que se añade la vocación universalista del marxismo leninismo.
Pues desde la revolución francesa y las grandes revoluciones europeas de la primera mitad del siglo XIX, la izquierda se hace socialmente proletaria e ideológicamente "socialista", asume un carácter universal, tanto como el industrialismo capitalista que pretende combatir, se provee de una organización asimismo universal y su proyecto específico apunta a la destrucción total del sistema capitalista a nivel planetario. La izquierda que surge tras del Manifiesto Comunista no es comparable ni subsumible a los progresismos parlamentaristas de antaño. Nada tiene que ver con el liberalismo decimonónico. La izquierda que se constituye en la Primera Internacional es, por definición, comunista y su objetivo es incompatible con la existencia de las sociedades capitalistas. Desde el Manifiesto Comunista, las fuerzas sociales y políticas, vistas en gran escala, se dividen entre inmanentes al sistema – así sean conservadoras o progresistas – y las trascendentes al sistema – los partidos comunistas.
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El liberalismo viene a ser la izquierda pre marxista. El progresismo inmanente al sistema. Tal como existe actualmente en los Estados Unidos bajo el partido demócrata o en Inglaterra bajo el partido laborista. Las izquierdas socialistas propiamente tales derivan de la crítica marxista al sistema capitalista, así se desglosen en una rama fiel a los orígenes, revolucionaria y extremista que se articula en torno a los partidos comunistas y a las izquierdas extremas, "ultra izquierdistas" y las llamadas izquierdas reformistas o socialdemócratas, que han renunciado a sus orígenes revolucionarios, se han insertado en el establecimiento y retoman las armas del liberalismo desde una crítica inmanente al sistema. Son las izquierdas reformistas, socialdemocráticas.
La social democratización de las izquierdas socialistas europeas ha correspondido al mismo tiempo que coadyuvado a la reforma del capitalismo, que lograra salvarse de sus crisis cíclicas y periódicas mediante la absorción del proletariado a sus ventajas, la prosperidad de sus sectores laborales, el avance tecnológico y la asunción de afanes y propósitos progresistas por los respectivos sistemas políticos y la toma de responsabilidades de gobierno. Más temprano o más tarde, todos los partidos socialistas europeos han terminado por abandonar la prédica revolucionaria de sus orígenes y se han reconocido deudores y garantes de los sistemas democráticos de gobierno. Defienden el mercado, la propiedad privada, la libre competencia, si bien acentúan la necesidad de la participación del Estado en la preservación de las garantías y conquistas de los sectores laborales. Con lo cual el propio capitalismo terminó extrayendo la espoleta de las crisis periódicas que amenazaban con su destrucción.
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Ello ha correspondido a una suerte de desplazamiento de los afanes revolucionarios de los países centrales a la llamada periferia de los países "dependientes" en Asia, África y América Latina. Últimos reductos del marxismo leninismo y las nuevas formas de conquista del Poder político para construir el comunismo. Bajo la presión del subdesarrollo, las diferencias entre las izquierdas democráticas y las izquierdas revolucionarias se difuminan, se entrecruzan, se complementan y se solapan. Mientras más retrasadas las sociedades, más difusos los linderos entre ambas formas de izquierdas, mayores posibilidades para el acceso al Poder para sus sectores extremistas y mayores las interdependencias.
Ante el fracaso de los socialismos reales, el derrumbe de la Unión Soviética y la transición del comunismo chino hacia el capitalismo moderno, las izquierdas de nuestra región se ven confrontadas a la grave crisis de su actualización. O abandonan definitivamente y para siempre el delirante utopismo que condujera a los espantos totalitarios – de los que sólo sobreviven Cuba y Corea del Norte, a la zaga de las cuales el llamado "socialismo del siglo XXI" – o desaparecerán tarde o temprano del escenario político. Venezuela vive una forma desquiciada y contra natura de un muy sui generis comunismo: caudillesco, militarista, fascistoide y regresivo. Financiado y permitido por la renta petrolera. Los despojos de la izquierda comunista venezolana parasitan del caudillaje militarista y le prestan sus viejos y ajados ropajes ideológicos a quien los requiere para disfrazar sus afanes de dominio absoluto. El "socialismo del siglo XXI" es la coartada de la barbarie.
La izquierda democrática venezolana, la socialdemocracia betancouriana, que fuera vanguardia de las izquierdas democráticas del continente, debe unir todas sus fuerzas y contribuir decididamente a la superación de este amargo momento de nuestra historia. Que es producto de su propia historia. Ser de izquierda, hoy, en nuestro país, significa enfrentarse al comunismo, al caudillismo, a la barbarie. Y vivir un proceso de profunda revisión autocrítica. Revisar sus dogmas, sus principios, sus aciertos y sus errores. Y abrirse generosa y lúcidamente a las nuevas tendencias modernizadoras del pensamiento político contemporáneo. Imposible olvidar que el populismo reinante fue incubado bajo el influjo del estatismo clientelar de nuestras élites desde la caída del gomecismo. Es hora de que la izquierda democrática venezolana, en un giro de 180º se ponga a la cabeza de la lucha contra el populismo, la estatolatría y el clientelismo. Y supere sus prejuicios anti liberales. Es el desafío que la historia le plantea.
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