29/3/09

El zarpazo

Detrás de toda esa parafernalia que imprime la cobardía de la fuerza bruta hay un hombre preocupado por su destino.

El discurso insolente de cada domingo, el excesivo despliegue de tropas el pasado fin de semana en los puertos, y ahora ese juicio apresurado, rabioso, contra Manuel Rosales, no son en modo alguno una demostración de poder, sino de miedo.

El solo hecho de sobredimensionar hasta límites ridículos la gestión –por demás truncada con saboteos y pillajes– de cinco gobernadores y del alcalde metropolitano, convierte a Hugo Chávez en prisionero de sí mismo.

Acosado por sus propias fantasías de conspirador, Chávez parece imitar al aterrado Alejandro Villari del relato de Jorge Luis Borges: por más que intenta cambiar el curso de los atardeceres y de las noches, sabe que un único destino le espera.

Mientras tanto, Chávez, en su intento por borrar las sospechas, apela a la retórica revolucionaria, invoca el amor al pueblo, pero echa a un lado el fundamento democrático inherente a la sociedad que requiere de justicia y libertad para su desenvolvimiento.

Entonces, el hombre que tantas veces ha sido refrendado por el voto popular se comporta igual que los generales argentinos y chilenos golpistas de los setenta, y que crearon sus propios códigos y estatutos de convivencia para sostener su mandato.

Es a partir de esa legalidad restringida que Chávez quiere imponer su socialismo del siglo XXI, confirmando más bien el alejamiento del mando democrático de la Presidencia, tal y como la ejercen –aun cercados de mayores problemas– Lula Da Silva y Michelle Bachelet.

Chávez está haciendo del terrorismo judicial la base invisible de su método exclusivo de comunicación con el país. Necesita de ese ingrediente de odio y terror para gobernar, no sólo a quienes son sus adversarios, sino también para convencer –o doblegar, si no lo logra– a los seguidores suyos, honestos y pacíficos, quienes lo último que desearían para este clima de crispación es una salida violenta.

La actual judicialización de la política, con magistrados que primero sentencian y después exponen los argumentos, constituye la mejor prueba del espinoso camino que tomó Hugo Chávez para implantar su revolución.

Acabar con Rosales llevándolo a prisión en juicio que los mismos chavistas reconocen como trucado; o pisotear la voluntad popular que recibieron los gobernadores de oposición no es la manera más apropiada de labrarse una estatua en una plaza pública.

Alguien dijo que los líderes carismáticos suelen aparecer como necesidad en tiempos de crisis, pero si las instituciones democráticas no les ponen límites para controlar sus excesos, esa misma democracia corre el peligro de convertirse en una dictadura.

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